Jesús
está sentado en el brocal del pozo de Sicar, al que una mujer sedienta acaba de
llegar en busca de agua. Por dentro, sin embargo, le ardía otra sed. Ella no lo
sabía: era la sed que todos tenemos de Dios a la que se refiere este pasaje del
Evangelio.
Pero
dejemos que el texto hable por sí mismo.
Dijo
Jesús a la mujer samaritana: «Dame de beber...». La mujer samaritana le
respondió: «¿Cómo es ,que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?». Pues los judíos no se acercan a los samaritanos, ni se hablan con
ellos. Jesús le respondió: «Si tú conocieses el don de Dios, y quién es el que
te dice "dame de beber", en verdad que tú misma se lo pedirías, y él
te daría agua viva». La mujer replicó: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el
pozo es hondo... ¿dónde tienes, pues, esa agua viva? ¿Eres acaso mayor que
nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual él mismo bebió, así como
sus hijos y sus rebaños?». Respondió Jesús: «Todo aquel que bebe de esta agua,
volverá a tener sed, pero el agua yo le daré será una fuente que llega hasta la
vida eterna». La mujer le suplicó: « ¡Señor, dame de esa agua, para que ya no
tenga que venir aquí a sacarla!» (Jn 4, 7-15).
Observemos
cómo el Señor maneja hábilmente la imagen del agua y de la sed. La sed
fisiológica simboliza otra sed más profunda -sed de felicidad, sed de Dios-,
recordando aquel suspiro de David que parece el diapasón de la humanidad
entera: «mi alma tiene sed del Dios vivo» (Sal 41, 3). El agua, que solo
satisface temporalmente al organismo, representa las alegrías humanas siempre
intermitentes y limitadas; el agua que Jesús promete significa la gracia -la
participación de la vida de Dios-, destinada a satisfacernos eternamente.
Desdoblemos
ahora los distintos aspectos de esta riquísima imagen. Traigamos a la memoria
algunas ideas que ya se han comentado en páginas anteriores, pero que ahora han
de adquirir nueva luz y relieve con el Evangelio como telón de fondo.
«Mi
alma tiene sed del Dios vivo» (Sal 41, 3); nosotros tenemos sed de Dios y, sin
embargo, muchas veces no somos conscientes de esta realidad.
Recuerdo
una historia tan simple como reveladora: Viajábamos en tren, por la noche. El
vagón estaba abarrotado y hacía mucho calor. En aquella época, después de la
guerra, los trenes paraban al azar, sin que nadie supiera por qué. El viaje se
volvía insoportable por momentos. De pronto, a la madrugada, un bebé se puso a
llorar, a llorar con todas sus fuerzas. Era lo que faltaba. La madre hizo todo
cuanto estaba a su alcance para calmarlo: lo embalaba, lo cambiaba de posición,
le sacaba las manitas de la manta, las metía de nuevo... Hubo incluso algunos
voluntarios que intentaron colaborar en calmar al pequeño, pero todo era en
vano: el niño seguía llorando con todo estrépito. La situación ya empezaba a
ser difícilmente soportable. Hasta que la madre, movida por una intuición, se
levantó y, sacando una botella de la bolsa, le dio de beber un líquido con una
cucharilla. Poco después, el niño dormía plácidamente, tranquilo y sosegado.
¿Qué líquido misterioso sería aquel que provocó un cambio tan rápido y extraordinario
en el bebé? Era simplemente agua. El niño tenía sed, pero no podía comunicarla
más que con sus lloros.
A
menudo, cuando pienso en las inquietudes humanas, recuerdo esta escena del
tren. En nuestros malestares y desalientos, en nuestras insatisfacciones y
tristezas, tenemos la costumbre de preguntarnos por sus causas, de buscar su
origen, sus motivos. Y, pensando en esto de aquí y en eso otro de allí,
llegamos a concretar cuál es el origen de nuestro dolor: las circunstancias
desfavorables en el ambiente o la familia, los padres, los hijos, la mujer o el
marido, según el caso; el cansancio del trabajo, la falta de estímulo o de
correspondencia a nuestra dedicación, la monotonía, un fracaso, una enfermedad,
la falta de recursos económicos, la «mala suerte», la falta de amor o de
cariño... Se puede hacer una larga lista de probables causantes de ese dolor de
fondo. Pero recuerdo ese llanto de niño en medio de la noche... ¿no será que
tenemos sed?
Recordemos
que, a pesar de todas las actuaciones de la madre, el bebé seguía llorando.
Porque tenía sed. ¿No será eso mismo lo que nos pasa a nosotros? Cuando en
nuestra lista se cambian o desaparecen los responsables de nuestra tristeza,
esta permanece, o incluso renace to-mando otras formas. Cuántas veces decimos:
«cuando tenga otro trabajo, cuando alcance ese puesto, cuando apruebe tal
examen, cuando tenga este amor y consiga tanto dinero, cuando se cure esta
enfermedad... entonces dejaré de estar triste». Y si conseguimos superar esas
dificultades, sucede que otra vez aparece la tristeza, bajo una imagen
diferente. El malestar sufre una metamorfosis, pero permanece: es que, como ese
niño que llora en la noche, tenemos sed. Mucha sed. Pero tal vez no sepamos
reconocerla. Solo estaremos tranquilos cuando la saciemos.
«Queremos
-nos dice García Dorronsoro- muchas veces apagar esa sed profunda del hombre
con realidades de este mundo, y pedimos a las cosas y a las personas aquello
que ni las cosas ni las personas nos pueden dar en la medida en que lo
necesitamos. Por eso, cuando un hombre está decepcionado con su mujer, cuando
está descontento de sus hijos, cuando los hijos están insatisfechos del padre,
cuando cualquier hombre ve su trabajo con desilusión, debería preguntarse, en
lo más hondo de sí mismo, si no estará tratando de calmar una sed profundísima
con unas realidades que de ningún modo pueden satisfacerla». Esto solo lo puede
hacer Dios, porque «nuestra alma tiene sed del Dios vivo» (Sal 41, 3).
El
hombre está inquieto, como la cierva que busca las fuentes de agua limpia. El
animal con todas sus fuerzas se lanza detrás del agua; busca en su carrera aquí
y allí algo que pueda calmar su sed. Mastica las hojas carnosas, absorbe el
agua turbia, insuficiente, que la lluvia ha dejado en las depresiones del terreno.
Pero esto no le basta. Quiere más. Levanta la cabeza, impaciente, olfatea la
humedad del aire y se orienta hasta el manantial del agua con instintiva
exactitud. Y al galope corre hasta la fuente.
Así
nosotros. Deseamos la felicidad duradera y vamos a su encuentro. Pero después,
cuando vemos que las alegrías humanas se van despidiendo con gesto nostálgico,
dejándonos con la pena del tiempo que pasa y que no ha de volver; cuando vemos
el paso de los años marcado en el semblante de nuestros padres; cuando una
persona querida se separa de nosotros en esa inmensa despedida que es la
muerte, sentimos que esos charcos que son las alegrías terrenas, siempre
contingentes y evasivas, no nos bastan. Suspiramos por la fuente.
Cuando
la belleza humana nos deslumbra con sus encantos y nos atrae con sus reclamos y
un poco más tarde se marchita y se diluye como esas bolas de algodón dulce en
la boca de los niños pequeños, sentimos sed. Alzamos la cabeza para encontrar
sentido y dirección: soñamos con esa fuente de aguas abundantes.
Cuando
el amor pasa a nuestro lado ofreciéndolo todo y después se empaña por ridículas
desavenencias, por pequeñas infidelidades, por decepciones inesperadas y,
especialmente por ese temor, siempre presente, de poder perderlo... sentimos
una sed ardiente como aquella que describía Goethe: «En medio de todos los
placeres me sentía como una rata envenenada que corre sin dirección y olfatea
todo y todo lo devora para enfriar sus entrañas, quemadas por un fuego
inextinguible y abrasador». Palabras estas que nos recuerdan aquellas otras,
tan conmovedoras, de San Agustín: «Privado de ese alimento interior que eras
tú, Dios mío, me sentía vacío, lleno de tedio, y el alma herida se lanzaba
fuera de sí, ávida de calmar miserablemente con las criaturas la terrible sed
que la devoraba»
Cuando
una noble ambición abre los horizontes de una gran empresa espiritual,
intelectual, económica o social que reclama todo nuestro empeño y energía como
si fuese un desafío a nuestra capacidad creadora y nos lanzamos a ella con todo
nuestro entusiasmo para, poco después, darnos cuenta de la cantidad de
esfuerzos que necesitamos para conseguir unos resultados bien pequeños,
poniendo en peligro nuestro entusiasmo, tentado por el aburguesamiento,
advertimos entonces en el fondo del alma, la vieja herida, una boca sedienta
que clama por la plenitud aún no encontrada...: es aquel instinto natural que
nos empuja al Amor, a la Perfección y a la Eternidad. Un instinto más fuerte
que el de los animales. Penetrante como el grito del organismo cuando la falta
de agua afecta a las glándulas vitales. Es una sed acuciante que compromete a
la vida entera, que polariza todas las pasiones: es una sed de Dios. Pero el
hombre no lo sabe. Y llora sin consuelo, como un niño en el silencio de la
noche.
Ese
llanto suyo tiene muchos nombres: las postraciones disimuladas, los conflictos
latentes, ese querer y no saber, ese salir y viajar, ese imaginar y buscar sin
encontrar, esos desengaños no reconocidos...
Tiene
necesidad de Dios y lo ignora. Busca la imagen perdida de la fuente original.
La
fuente crea la sed. Y la sed nos lleva a la fuente. Dios nos creó con esa sed y
ella es la que nos empuja hacia Dios. Por esa razón, las insatisfacciones e
incluso las frustraciones pueden sernos útiles en tanto que representan lo que
para el animal es esa acendrada sensibilidad para descubrir, a gran distancia,
los manantiales ocultos. Quizá, en esos momentos de decepción es cuando más
claramente oímos la voz de nuestro instinto religioso: no; el charco de las
satisfacciones carnales, de la gloria humana, no te bastan. No es aquí donde se
encuentra la felicidad que buscas. Corre, la fuente está más lejos.
Este
instinto es el que nos salva. Porque hace que nos movamos del lugar en que
vegetamos como burócratas de la rutina, en el que nos encontramos guarecidos
como moluscos -planos, pesados, sin visión elevada- o en el que nos revolcamos
como un animal en la pocilga de la sensualidad... Porque nos grita: ¡tú estás
hecho para cosas más elevadas!, ¡tú puedes más!, ¡tú mereces más!, ¡tú tienes
la dignidad de un hijo de Dios!, ¡vamos, levántate!
Ojalá
que esas angustias, esos quebrantos y alegrías insuficientes, esos deseos de
ser más, nos hagan exclamar: sí, «me levantaré e iré a casa de mi Padre» (Lc
15, 18) ¡Me siento huérfano, siento nostalgia del hogar!
¡Pobres
de aquellos que no saben escuchar su corazón y descifrar el significado de su
sed!
¡Pobres
de aquellos que se contentan con su egoísmo mezquino! ¡Desgraciados los que se
sienten satisfechos con una paz inmóvil como la de una piedra! «Ay de
vosotros, nos dice Jesucristo, que ahora estáis hartos, porque habréis de
tener hambre» (Lc 6, 25).