Nací
en Betsaida hace catorce años y desde pequeño me acostumbré a ver a mi madre
enferma. Alguien me contó que había llevado mal el tiempo del embarazo, que
tuvo un parto difícil cuando yo nací, y que desde entonces no había conseguido
levantar cabeza. La muerte de mi padre la puso aún peor y por eso, cuando oí a
nuestro vecino Andrés hablar de Jesús y escuché el testimonio de gente curada
por él, decidí buscarle aunque fuera en el último rincón de la tierra, hasta
conseguir que sanara a mi madre.
Desde
Cafarnaún me llegó el rumor de que andaba por allí y no lo dudé ni un momento:
avisé a una vecina que se hiciera cargo de mi madre, y, como sospechaba que
iba a pasar varios días fuera, eché en un hatillo cinco panes de cebada y un
par de peces que yo mismo había pescado y secado junto al lago.
Encontré
pronto un reguero de gente que también le buscaba, y me uní a ellos mientras
bordeábamos Tiberíades, hasta llegar a la orilla casi desértica donde acababa
de llegar con los suyos. Éramos una muchedumbre enorme, y empecé a desalentarme
al pensar que iba a serme imposible acceder al hombre del que quería arrancar
el milagro.
Estaba
cayendo la tarde, y la gente empezó a estar inquieta. Muchos habían salido de
sus casas sin provisiones, estábamos en despoblado y ya no había tiempo de
volverse antes de que se les echara encima la noche. Me alegré de haber sido
previsor y acaricié mi zurrón, una comida que, en medio de aquel desierto,
valía más que el oro.
Traté
de acercarme al círculo más cercano a Jesús para ver si, el conocer a Andrés,
me facilitaba el acceso a él y conseguía arrebatarle la sanación que andaba
buscando. Al aproximarme, me di cuenta de que había elegido el peor momento:
sus discípulos daban muestras de mucha inquietud y hablaban entre ellos en
corrillos. Encontré a Andrés, pero apenas dio muestras de interés por mí:
estaba hablando con otro y le decía en tono impaciente:
—Te
aseguro que este Jesús es imprevisible. Imagínate lo que se le ocurre decir
ahora: ¡que demos de comer a toda esta gente!
—¿Qué
es lo que piensa?, dijo el otro, ¿que vamos a sacar de debajo de las piedras de
este desierto, los doscientos denarios que harían falta para repartir pan a
esta multitud?
Cuando
se comparte lo que se tiene
Me
asaltó, como un relámpago, la intuición de que mis reservas de alimento podían
ser mi mejor baza para alcanzar mis propósitos, así que susurré por lo bajo a
Andrés, mientras ponía mi zurrón en sus manos:
—Ten,
ahí van cinco panes y dos peces. Dile a tu maestro que se los doy para que, al
menos, podáis comer él y vosotros.
A
Andrés se le iluminó el rostro y, sin decirme nada, me agarró por el brazo y se
abrió camino hasta el sitio donde estaba Jesús. Cuando lo vi de cerca, tuve la
sensación de que era el único tranquilo en medio de tanto nerviosismo. Estaba
en medio de un grupo de niños contándoles una historia que les hacía reír, y
también él sonrió cuando vio que Andrés vaciaba mi zurrón delante de él
diciendo atropelladamente:
—Este
muchacho tiene cinco panes y dos peces, así que, al menos podremos comer
nosotros; pero me temo que la gente que se ha empeñado en venirse hasta aquí,
va a tener que ayunar por hoy. Y no es que yo no quiera repartirlo, pero tú me
dirás qué es esto para todo este gentío...
Y
cuando yo ya me veía sentado junto a Jesús en el corrillo de sus amigos,
comiendo con ellos y escuchándoles felicitarme por mi sensatez previsora (un
marco excelente para hacer yo enseguida mi petición), vi que Jesús se ponía en
pie con mis panes y peces en sus manos, se acercaba a un grupo de discípulos,
se los daba y les decía que se los repartieran a la gente que esperaba sentada
y resignada.
No
me preguntéis lo que ocurrió a partir de ese momento porque jamás conseguiré
explicármelo: sólo he entendido algo más tarde, cuando después de unos años, me
junté al grupo de los que celebran a Jesús como el Viviente y, en la fracción
del Pan de cada domingo, releemos juntos las antiguas tradiciones sobre el don
del maná en el desierto y volvemos a escuchar: Este es el pan que el Señor os
da de comer... (Éx 16,16.19). A tu pueblo lo alimentaste con pan de ángeles
(...) para que aprendan tus hijos queridos que es tu palabra la que mantiene a
los que creen en ti... (Sab 16,20.26).
Recordamos
también lo que dicen que decía Jesús: Yo soy el pan vivo bajado del cielo,
quien me come vivirá por mí... El pan que yo doy para la vida del mundo es mi
carne... (Jn 6,50.57). Y cómo se conmovía ante la miseria del pueblo que andaba
maltrecho y derrengado, como ovejas sin pastor. Y experimentamos entonces lo
que significan palabras como «compartir», «saciarse», «vida en abundancia»,
«banquete fraterno», «hacer lo que él hizo en recuerdo suyo...»
Algunos
os estaréis preguntando qué ocurrió con mi madre: Jesús no hizo con ella ningún
milagro y murió poco después. Pero yo ya no voy por la vida calculando,
guardando y previniendo, sino aprendiendo a compartir, a entregar y a ofrecer,
como le vi hacer a él.
Y
eso se ha convertido, para mí y para muchos, en el más asombroso de los
milagros.
Del
Evangelio de san Juan (6, 1-15)
Después
Jesús pasó a la otra orilla del lago de Galilea, cerca de Tiberíades. Le seguía
un enorme gentío, a causa de las señales milagrosas que le veían hacer en los
enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba
la Pascua, la fiesta de los judíos.
Jesús,
pues, levantó los ojos y, al ver el numeroso gentío que acudía a él, dijo a
Felipe: «¿Dónde iremos a comprar pan para que coma esa gente?» Se lo preguntaba
para ponerlo a prueba, pues él sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le
respondió: «Doscientas monedas de plata no alcanzarían para dar a cada uno un
pedazo.» Otro discípulo, Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo: «Aquí hay un
muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es esto
para tanta gente?» Jesús les dijo: «Haced que se siente la gente.»
Había
mucho pasto en aquel lugar, y se sentaron los hombres en número de unos cinco
mil. Entonces Jesús tomó los panes, dio las gracias y los repartió entre los
que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, y todos recibieron cuanto
quisieron. Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recoged
los pedazos que han sobrado para que no se pierda nada.» Los recogieron y
llenaron doce canastos con los pedazos que no se habían comido: eran las sobras
de los cinco panes de cebada.
Al
ver esta señal que Jesús había hecho, los hombres decían: «Este es sin duda el
Profeta que había de venir al mundo.» Jesús se dio cuenta de que iban a tomarlo
por la fuerza para proclamarlo rey, y nuevamente huyó al monte él solo.
Para
la reflexión personal y de pareja:
· ¿Qué te dicen los dos relatos? La actitud de los discípulos, del
muchacho, de la gente, de Jesús...
· Reflexiona sobre la manera en que Jesús se nos entrega en la Eucaristía
y en la Cruz.
· ¿Cómo son tu entrega y generosidad? ¿Hasta dónde estás dispuesto a
compartir? ¿esperas algo a cambio?
· ¿qué objetivo quieres marcarte para esta cuaresma? ¿puedes cambiar algo
de tu vida?
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