SALMO DE ABRAHAM

Me has llamado, Señor, cuando no sabía tu nombre. Me hiciste surgir después de la vida hecha fracaso. Cuando los hombres se mordían como perros furiosos y de nuevo el mundo que tú creaste era un caos. Me llamaste sacándome de mi país, de mi raza, de la familia de mi padre, del hogar amado.

Me pusiste en camino, camino de andanzas el tuyo, siempre en éxodo, siempre con el corazón en sobresalto. Me llamaste con la promesa en tus labios puros, me elegiste, me vacacionaste, me pusiste entre tus manos, y derramaste en mi vida tu cántaro de gracia lleno, dejando vacío en mi tierra aquel primer cántaro.

Yo me puse en camino con alas en el corazón, con miedo y asombro y espanto en mi pie descalzo. Me hice en tus manos como un juguete de niño y Tú hiciste de mí un hijo en tu abrazo. Yo esperaba ver la promesa cumplida en mi casa y mi corazón temblaba de frío y silencio a cada paso. Nació el hijo de la esclava y no el de la libre, y mi corazón se cubrió de áspero y negro manto.

Yo seguía creyendo en tu Palabra, que eras Dios, y un Dios amigo que conmigo estaba, bien cercano. Creía en la heredad de pueblos como estrellas numerosos y como las arenas de las playas, en mis manos. Yo sentía, Señor de los caminos, que mi corazón se arrugaba, como la piel de Sara, mi esposa, junto al álamo. Yo sentía que tu Palabra era Palabra de vida y mi fe en tu Promesa seguía como estrella en alto.

Y nació el heredero cuando el tiempo era imposible. Y se hizo posible aquello que en mi corazón soñara tanto. Y me sentí padre feliz de muchos hijos y pueblos y al frente de un gran pueblo, apoyado en un cayado, caminando. Y siguiendo siempre en busca de destino y llevando tu presencia a mi lado como un báculo. Yo creí, Señor, que lo imposible se hace posible cuando el corazón del hombre no se aparta de tu lado. Y creció Isaac como un chopo erguido en el camino, desafiando el azul del cielo en cada cumpleaños.

Y creció bello y libre y alegre y robusto como el roble, y a su lado la vida, el vivir se hacía como un bello canto. Era joven, mi hijo, el heredero, Señor de mis sueños, y un día, al alba, me lo pediste y te lo di llorando. Y nos pusimos los dos en camino, sumidos en silencio, y contamos, uno a uno, uno a uno, Señor mío, cada paso. Y subimos la montaña como sube el sol la cresta agreste.

Y sobre la piedra del monte mis manos ataron sus manos. Y el corazón de padre sintió el cuchillo en sus huesos y tenaz como si viera al Invisible quedó el pecho desgarrado.

Allí dejé, Señor, lo mejor de mis haciendas, de mis trojes, allí dejé, Señor, lo único, lo más mío, lo más amado. Allí expresó mi corazón tu vida agarrada a mis entrañas, dejando en la piedra y los secos y duros palos la lana blanca del cordero inocente de mi redil como expresión de mi fe en ti, Señor del primer llamado.

Gracias por haberme hecho padre en la fe de un gran pueblo, y gracias, porque mi gesto, fue realidad en tu Hijo, en el Calvario.

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