Las frustraciones,
cuando no han sido superadas con la fuerza de la esperanza, pueden desembocar
en una situación de crisis existencial. La crisis, sin embargo, con no poca
frecuencia es solo una toma de conciencia de la realidad, la base de una
conversión a la verdad: una sospecha fundada de que la vida no está sólidamente
cimentada, de que quizá sea necesario desmontar toda su estructura y edificarla
sobre otras bases.
La sensación de vacío puede representar un boquete de claridad que
permita mirar más allá del túnel evasivo. En un momento de depresión se piensa:
¡qué extraño me he sentido hoy, como si todo lo que me parecía importante
hubiera dejado de serlo! Sí, es como si todo lo que estaba encima se hubiera
puesto debajo... No se da uno cuenta, sin embargo, de que precisamente en ese
momento ha sucedido algo muy significativo: por un momento se ha levantado el
velo de la mentira cotidiana y se ha llegado a vislumbrar un retazo de la
realidad de uno mismo y de Dios.
Después de haber escrito estas líneas, me ha impresionado mucho
encontrar, narrada en una página de Thomas Mann -Nobel de Literatura- el sentimiento
del personaje central de su libro Los Buddenbrook. Esta fuerte impresión se
debe justamente a lo similar de esta experiencia con lo que acabo de escribir:
Buddenbrook, empresario inteligente y culto, hombre de extraordinaria
proyección social, millonario, se encuentra en su magnífica biblioteca... en un
momento de sosiego y silencio, mi-rando los magníficos anaqueles de caoba,
repletos de sabiduría, tuvo un momento de conmoción, de perplejidad: no
entendía el significado de su vida. «Mi vida... mis posesiones... mi cultura...
todo eso ante mi mirada opaca, sin brillo, no es nada. No era esto lo que
buscaba. He comenzado a estar insatisfecho de mí mismo. Rico, prestigioso, con
una mujer guapa y unos hijos inteligentes; podría de-cirse que tengo todo lo
que un hombre sensato puede desear... y, sin embargo, me siento insatisfecho...
como si un amor más alto... un sentimiento más profundo de la existencia me
llamara... me he sentido como si estuviese hueco, vacío... he recordado
entonces ese sentimiento que me conmovía en la cumbre de los más altos picos, o
en la orilla del mar, o cuando mi madre me hablaba de Dios... ¿Estaré teniendo
nostalgia de Dios? ¿Será que esta sensación que ahora tengo va a ser un simple
paréntesis en mi vida o será que ahora empieza a disiparse la niebla de la
superficialidad y comienzo a mirar con detenimiento la profunda realidad de mi
existencia?».
Estas sensaciones recogidas por Mann han estado, de alguna manera,
presentes en muchos de nosotros a lo largo de nuestras vidas, coincidiendo con
momentos especialmente sensibles... Por cualquier circunstancia, porque una
melodía despertó nuestra sensibilidad; porque una fiesta familiar evocó en
nosotros a nuestros padres o un día, visitando los lugares en que transcurrió
nuestra infancia, nos hemos sentido niños otra vez; porque nos han conmovido
las palabras y el ejemplo de un amigo, o un gesto de ternura; porque una
enfermedad ha guiado nuestros pasos a la necesaria quietud de una cama; porque
un dolor inesperado, una contrariedad, nos ha obligado a concentrarnos en
nosotros mismos; porque sentimos la separación de un ser querido o por
cualquier situación semejante, hemos venido a comprender que entre lo que somos
y lo que queríamos ser mediaba un abismo; que entre nuestra alma y Dios -para
el cual hemos sido creados y por el que, sin saberlo, suspirábamos se
levantaban las paredes del túnel por las que nuestra existencia resbalaba
oscuramente... Entonces es cuando pensamos: he entrado en crisis. Y pensamos
que conviene ir al psiquiatra.
Sin embargo, algo dentro de nosotros nos dice que lo que sentimos
no es una enfermedad de la mente que exija un médico, sino una realidad bien
diferente: como si comenzaran a desmoronarse los muros del túnel por el que
nuestra vida se iba desviando... como si por primera vez nos preguntáramos en
serio: ¿cuál es el sentido de mi vida?
A este respecto escribe acertadamente Frankl: «preocuparse por
averiguar cuál es el sentido de la vida no es... ni una enfermedad ni un
fenómeno patológico; antes, al contrario, debemos cuidarnos mucho de pensar tal
cosa... Preocuparse por averiguar el sentido de la vida es lo que caracteriza
justamente al hombre en cuanto hombre -no se puede imaginar a un animal
sometido a estas preocupaciones-, y no nos es lícito degradar esta realidad que
vemos en el hombre (incluso siendo esto lo más humano del hombre) a algo
excesivamente "humano", a una especie de debilidad, de enfermedad...
de complejo. Podríamos incluso decir que es todo lo contrario»
Seguidamente, el mismo autor nos dice que lo raro no es perder la
paz preocupándose por el sentido trascendental de la vida, sino precisamente lo
contrario: vivir como un «homúnculo», sin verticalidad, sin una explicación
última de la propia existencia. Y habla de forma extremadamente significativa
de enfermos psicóticos que solo en sus intervalos de normalidad tenían
preocupaciones sobre el sentido de su vida.
Por eso decíamos antes que muchas veces se denomina crisis a lo
que es un despertar, un abrir los ojos a la realidad y sentir esa tremenda
nostalgia que lleva consigo la ausencia de Dios... una claridad que consigue
traspasar las espesas paredes de un túnel.
Existen hombres que viven en un mundo de claridad. Hay otros que,
como hemos visto, súbitamente sienten una invasión de luz en el túnel de su
vida; son momentos privilegiados que piden un despertar, un cambio de actitud,
quizá incluso una conversión.
Las crisis existenciales son como los hilos con los que Dios nos
ata al sentido verdadero de nuestra vida. La conversión está precedida, con
mucha frecuencia, por una crisis. Y la crisis viene a ser como una luz que
lleva a la conversión.
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