EL ERROR PRIMORDIAL

Todo lo que constituye la personalidad, incluido nuestro cuerpo, nuestra mente y emociones, con toda nuestra historia, es bueno y enriquecedor; un regalo de Dios a sus hijos peregrinos en la tierra. Es el vehículo a través del cual nuestro yo auténtico experimenta, se comunica con otros, trabaja y se expresa a lo largo de esta vida. Todo lo que abarca la personalidad, con los papeles que hemos jugado en el pasado y estamos jugando al presente, hemos de aceptarlo con gratitud al Padre del cielo, y seguir trabajando con nuestra confianza puesta en Dios. Pero hemos de estar muy conscientes de que nada de ello es permanente, conscientes de que todo acaba al terminar nuestra peregrinación en la tierra.

Y aquí es donde incurrimos en el error primordial, consecuencia del pecado original. Nadie sabe cómo ni cuando; pero todo ser humano inconscientemente viene a identificarse con ese conglomerado de formas de pensamiento y emociones que constituyen la personalidad. Y a eso se referirá cuando usa las palabras, que con mayor frecuencia y énfasis salen de los labios humanos: “yo”, “mi”, “mío”.
Este fenómeno significa que todo ser humano, si Dios no lo preserva del pecado original, se inventa un yo artificial e ilusorio: el ego de fabricación casera. Por eso precisamente el ego reclama el centro, y quiere ser reconocido como dueño de la casa. No contento con eso, luego mueve a la mente a inventar un ego para cada uno de los que le rodean; y más tarde también para los de lejos. De ahí que vivimos en un mundo de egos, que cambian constantemente según la percepción de cada inventor. Prueba evidente de que no han sido creados por el Inmutable, el Dios siempre antiguo y siempre nuevo.

Uno puede desarrollar una personalidad impresionante; otro una personalidad tímida, enfermiza y apocada. En todo caso, detrás de esa personalidad hay un actor, un ser espiritual, transparente y simple, indestructible e inmortal. Ese ser es un milagro de la gracia, creado a imagen y semejanza del mismo Dios. Ese ser es más real que lo que nuestros ojos ven y nuestra mente capta. ¿Por qué no lo vemos y saltamos de gozo ante esa maravilla? Porque somos víctimas de un gran engaño. ¿Quién nos engaña? Nuestra mente dominada por el ego y asistida por la sociedad en que vivimos.

La nuestra es una sociedad donde se cultiva por encima de todo la mente: “Pienso, luego soy”. Una sociedad caracterizada por el individualismo y narcisismo, y dominada por el ego. Nos acostumbramos a caminar por la vida con un yo postizo; confundimos nuestro ser real con una imagen mental. Por eso vamos por la vida a tropezones y llenos de ansiedad por la suerte de ese yo frágil y falso.

El éxito de los hombres públicos, más que de lo que realmente son, depende de la imagen que proyectan. El juego democrático es votar por una imagen en preferencia a otras imágenes. Estamos tan identificados con la imagen mental que no percibimos nuestro verdadero ser, lo único permanente y verdaderamente maravilloso que hay en nosotros, y que sobrevivirá a este mundo.

Dijo Jesús: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13). Y san Pablo: “El Espíritu lo penetra todo, hasta las cosas más profundas de Dios. ¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (1Co 2,10s). La pena es que desde que hacemos nuestra entrada en el drama de la vida, el mundo atrofia nuestro espíritu para que no percibamos lo íntimo que hay en nosotros, nuestro verdadero yo. Y para colmo, nuestra mente nos presenta un yo ficticio con el que alegremente nos identificamos.

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