«¿Para qué he vivido? He
estado toda mi vida a la espera de algo, de algo grande, y ese algo no ha
llegado». Da pena este desahogo del escritor francés Musset en su agonía.
Pero mucha más pena da constatar -como ampliamente lo hacen el
pensamiento y la literatura de nuestros días- que la frustración que destilan
esas palabras representa, en una proporción insospechada, la realidad de la
mayor parte de las personas que viven sin Dios, hasta el punto de constituir un
fenómeno peculiar de la segunda mitad del siglo XX.
Así lo reflejan los sentimientos de don Fabricio, príncipe de
Salina, personaje central de El Gatopardo la genial obra de Lampedusa, que
supone tan sólo una ráfaga de esa ventolera de decepciones y negruras que
invade las artes y las letras, los hogares, las calles, las salas de fiestas y
las cátedras. Don Fabricio, invitado a una de esas fiestas que tanto tiempo
habían tomado de su vida, siente súbitamente el vacío de todo lo que le rodea,
como si, de un lúcido golpe de vista, hiciese el inventario de esa existencia
suya considerada por todos feliz y «realizada»:
«Nada le agradaba. Ni siquiera las mujeres que asistían al baile.
Dos o tres de aquellas mujeres viejas habían sido sus amantes y, viéndolas
ahora cansadas por los años y las nueras, le suponía un trabajo enorme el
pensar que había malgastado sus mejores años persiguiendo -y al-canzando- a
esos espantajos. Pero tampoco las jóvenes le decían gran cosa... cuanto más las
miraba, más se irritaba... ».
«Esta melancolía pronto se iba a convertir en un auténtico humor
negro... ».
«Don Fabricio conocía bien esta situación... Sentía cómo el fluido
vital, la facultad de existir; la vida, en suma... iba saliendo de él lenta
pero inexorablemente, como los pequeños granos se amontonan y desfilan uno tras
otro, sin prisa pero sin detenerse, por el estrecho orificio de un reloj de
arena. En algunos momentos de actividad intensa, de gran atención, ese sentimiento
de continuo abandono desaparecía para volver a presentarse impasible en la más
breve ocasión de silencio o de introspección, como un zumbido continuo en los
oídos, como el tictac de un reloj que se escucha cuando todo calla, y entonces
nos deja la seguridad de que siempre estuvo allí, vigilante, incluso cuando no
se oía.
»Un mínimo de atención hubiera bastado para escuchar el rumor de
los granos de arena que se deslizaban suavemente, de los instantes de tiempo
que huían de su mente y la abandonaban para siempre...: era la sensación de un
continuo y minucioso desmoronamiento de la personalidad».
Cuántos, hoy, en sus afanes sentimentales, profesionales y
económicos en los que depositan todas sus esperanzas y también sus depresiones
inexplicables, inquietantes y difusas, que los cercan como sombras, están, sin
saberlo, experimentando esa misma sensación.
¿Por qué se repiten tanto esas situaciones hoy en día? ¿Por qué el
hombre moderno se encuentra tan indefenso ante la decepción y se muestra tan
vulnerable a las frustraciones? La respuesta ya la hemos dado en muchas
ocasiones a lo largo de estas páginas: porque absolutiza lo relativo. Porque
diviniza lo humano. Y cuando lo humano y lo que parecía absoluto se
desintegran, el hombre se encuentra suspendido en el aire: no encuentra nada en
qué apoyarse, todo parece precipitarse hacia abajo, como un río en la catarata.
Y se siente el vértigo de la existencia...
Sin tener un fundamento cristiano -su origen era judío-, el famoso
profesor de la Universidad de Viena Viktor Frankl, se expresa de forma
sorprendente: «No vacilo en afirmar que siempre que alguien está desesperado
consigo mismo es porque ha divinizado algo, ha hecho de algo un valor absoluto.
»Una época como la nuestra, en que tan difundida está la frustración
individual, es una época de angustia desesperada para tantos precisamente
porque es una época en la que a muchos les falta un sentido para su vida, y
esto sucede porque divinizan la capacidad de trabajo y de placer. Es
indiscutible que también en tiempos pasados se daba la frustración existencial,
pero los hombres afectados por ella iban al sacerdote y no al médico; ahora
deberían hacer lo mismo»
No pensemos que estas situaciones dolorosas son fenómenos de
laboratorio, desvinculados de la vida cotidiana; son, al contrario, realidades
concretas que, desgraciadamente, se repiten con mayor frecuencia de lo que
creemos, tal vez bajo el velo de una sonrisa. Si hiciésemos un corte
transversal a lo largo de la vida de una cantidad muy considerable de personas,
a lo mejor nos encontrábamos con esas vivencias: al principio lo veríamos con
incredulidad, luego con inquietud: un hombre sin Dios -¡sin el Dios vivo!,
¡aunque sea un Dios atrofiado por la rutina!- advierte que las fachadas de la
vida van cayendo una a una, que las reservas de energía ya no se reponen con la
facilidad de antaño; que, como alguien decía, se comienza a gastar el capital
de la vida, en vez de sus rentas; que ya no existe tiempo para realizar esas
grandes obras con las que uno soñaba con
consagrarse (en el fondo -¡qué locura!- inmortalizarse); que ya se
ha subido a la cumbre de la vida -poco le queda ya por probar-, y comienza a
volverse más pronunciada la decepcionante cuesta abajo... Lo que antes solo era
un tema académico, ante el cual, pensábamos, solo sentían miedo los débiles,
pasa a ser algo inexcusable, evidente, irreversible: el tiempo nos empuja por
su pendiente y vemos el abismo: una elocuente boca, abierta y negra, que
pregunta: «¿Y después? ¿Y después? ¿Qué encontraré después de los contados y
reducidos días de mi vida terrena?».
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