Copio un fragmento de
una carta que recibí hace unos pocos meses: «Estoy pasando unos días muy raros:
ando extraño, nervioso, moviéndome de un lado para otro, inquieto. Hace quince
días que estoy así. Sentí un súbito dolor en el pecho y desde entonces tengo la
desagradable sensación de que me va a suceder algo grave. Estoy acongojado.
Ayer fui al médico y, después de las pruebas que me mandó hacer, me dijo que no
tenía por qué preocuparme de nada, pero la verdad es que sigo ansioso y
acobardado. ¿Qué debo hacer? ¿Podríamos hablar personalmente?».
Por desgracia, no es un caso aislado. La ansiedad, hoy, es una
epidemia. Hace poco tiempo me decía un médico que, prácticamente sin necesidad
de examen, podía diagnosticar con certeza que el 30% de los pacientes que iban
a su consulta sufría de ansiedad. Esto coincide con lo que han revelado las
últimas estadísticas sobre el problema.
Si en Río de Janeiro se confeccionase una estadística de las
probabilidades de que un niño que vuelve del colegio sea alcanzado por una bala
perdida, veríamos que la probabilidad es mínima. Pero, como en los últimos años
han muerto un par de niños en esas circunstancias (entre los cientos de miles
que van a la escuela cada día), este hecho actúa como una alarma que pone en
movimiento todo el mundo de temores que el habitante de las grandes
concentraciones urbanas parece llevar en el fondo del cerebro. Por esta razón
la madre está ansiosa cuando el niño se retrasa al volver del colegio. Y, del
mismo modo, el disparo de una pistola o el ruido de un violento frenazo de
coche, o el aullido estridente de una sirena -policía o ambulancia- o la
noticia de un contagio de Sida, la pérdida de empleo de un amigo, un robo en el
barrio, son los dispositivos que desencadenan los procesos de ansiedad que ya
se encuentran incubados dentro de las personas.
¿Dónde está la causa última de esto? Insistiremos una y otra vez
en la misma idea: mientras las personas no resuelvan las cuestiones
fundamentales de la existencia, cualquier bala perdida que ha segado una vida
en medio de la calle, cualquier dolor nocturno, pondrá en marcha todo el
mecanismo de la ansiedad. ¿Es esto una exageración?
Enrique Rojas, catedrático de psiquiatría en la Universidad de
Madrid, en su estudio titulado La ansiedad, hace un compendiado inventario de
este fenómeno, que resume con una frase significativa: «La ansiedad es un
termómetro que nos da la imagen del hombre de este final de un siglo y comienzo
de otro». Lo que más llama la atención en este inventario es que el autor no escribe
como filósofo, historiador o antropólogo -menos aún como moralista-, sino como
psiquiatra empirista, a partir de los casos concretos que han llegado a su
consulta. Habla, por ejemplo, del materialismo o del hedonismo predominantes,
no como coyunturas sociales o actitudes filosóficas o morales, sino como
factores que causan ansiedad.
Y concluye que el hombre, en el albor del tercer milenio, no sabe
adónde se dirige, navega a la deriva y «es por esa razón que está incapacitado
para el sufrimiento (cada vez el dolor es más temido) y para la muerte (hay
cada vez más hipocondríacos). De ahí brota la ansiedad al sentir el más leve
aviso de enfermedad, incomodidad, fracaso económico, pérdida de la belleza,
vejez... Pero, en última instancia, lo que más se teme es el desmoronamiento y
la disolución del ego, que es siempre la raíz de las ansiedades»
Víctor Frankl, en una de sus visitas a Río de Janeiro, fue
entrevistado por un periodista del «Jornal do Brasil», en el hotel Copacabana
Palace, donde se hospedaba. El reportero le preguntó: « ¿Por qué sus libros son
best sellers en tantos países?» Frankl respondió: «Porque hablo del sentido de
la vida, porque a través de esos libros ayudo a las personas a recuperar el
sentido de sus vidas, que es la necesidad primordial del ser humano. ¿Ve a toda
esa juventud en la playa? Gente guapa, alegre... Pero su alegría es tan
superficial como su bronceado. Los conozco bien... Una contrariedad, un
fracaso, una enfermedad, la pérdida de un ser querido... y caen en la depresión,
hablan de ir al psiquiatra... Les falta un sentido fundamental para la vida y
para la muerte. Yo curo a un enfermo en tres meses haciéndole encontrar ese
sentido».
En realidad, cómo va a haber seguridad mientras no se pueda
responder a esta pregunta esencial: «¿Hacia dónde voy? ¿Cuál será el punto
final de mi trayectoria en la tierra?». Es evidente que, sin Dios, sin
eternidad, el único destino que las personas conciben es el aniquilamiento
total. ¿Cómo puede viajar feliz y optimista -por muy agradable que sea el
trayecto- el pasajero que sabe que el avión que lo lleva va a estrellarse
contra el «pico del Pan de Azúcar» que preside Río? Si la vida humana, por más
larga y placentera que sea, va a disolverse entre la nada con la muerte, ¿no
será, ya desde el principio, un viaje angustioso?
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