Esa pregunta está
siempre en nosotros, oculta o patente, querámoslo o no. Como ya hemos dicho
repetidamente, aquello a lo que llamamos instinto de eternidad es tan natural y
tan fuerte en el hombre como el instinto de conservación en el animal. Cuando
se pretende sofocarlo, se agita y levanta gritos en el alma, como clamaba
Miguel de Unamuno: «¡No quiero morir! ¡No quiero que-rerlo!». Por eso también
los que no viven de cara a Dios buscan un sucedáneo que calme sus ansias de
eternidad: ya sea perpetuar su nombre a través de una obra, de una empresa que
los vuelva famosos («la gloria de mi nombre no perecerá en todos los siglos»,
decía el viejo Fausto expresando, quizá, la ambición del propio Goethe o, por
ventura de la humanidad entera), ya pretendan inmortalizar la vida personal
prolongándola con la existencia de los hijos... Pero qué consuelo dará la fama
aprisionada en una obra de arte o en una empresa al alma que llora
entrecortadamente en las puertas de la muerte deseando tan solo... ¡vida!...
¡una vida individual que nunca se acabe! ¿Cómo va a saciar esa sed de eternidad
-personal e insustituible- el simple hecho de transmitir la vida a otro ser? ¿No
vemos lo falaz del razonamiento? «Muero, sí; estoy desesperado por morir, de
acuerdo; pero me tranquiliza pensar que mis hijos seguirán viviendo».
El sentido común responde a esto: «¿Viviendo para qué? ¿Para que
mueran desesperados como tú, consolándose también con este juego malabar de
ideas? ¿Cómo puede tener sentido una vida sin sentido solo por el hecho de
haber transmitido a los hijos esa vida?».
De una manera muy clara se expresa, también en este punto, Viktor
Frankl: «O la vida tiene sentido y, en este caso, lo conserva
independientemente de que sea larga o corta; o bien no tiene sentido y entonces
no lo adquiere, aun prolongándose lo más que se pueda o incluso prolongándose
indefinidamente. Si la vida de una persona que no tiene hijos se volviese
"sin sentido" por esta circunstancia, eso equivaldría a decir que el
hombre solo vive para sus hijos y que el sentido exclusivo de una existencia se
encuentra en la generación posterior. Con eso solo se atrasa la solución del
problema. Cada generación lo pasaría a la siguiente sin haberlo resuelto. El
sentido de la vida de una generación sería, pues, engendrar la siguiente. Pero
la perpetuación de una cosa sin sentido tampoco tiene sentido. Una cosa sin
sentido no adquiere sentido por el hecho de ser repetida incesantemente ».
La pasión del hombre por la eternidad es demasiado fuerte para
engañarla con sustitutivos. No existe la posibilidad de huir a través de
puertas pintadas como trampantojos en el muro. No es factible una evasión
definitiva, total. El hombre ya ha inventado muchas drogas: las que
acertadamente reciben ese nombre -como la heroína o la cocaína- que nos hacen
«viajar» por un mundo de fantasía, y otras que no llevan ese nombre, como el
«narcótico» de la ignorancia buscada a propósito (la del avestruz), o la diversión
alienante de ser un Don Juan, o el trabajo febril que nos impide pensar, o
tantos otros subterfugios falsos que nos separan de la realidad de la vida y de
Dios y que, en palabras de Pascal: «nos llevan imperceptiblemente a la muerte».
Pero el hombre aún no ha inventado la droga que sea capaz de
arrancarle ese sublime y, al tiempo, terrible instinto de inmortalidad. Porque,
algún día, va a aparecer, indefectiblemente, esa pregunta: «¿Y después?». ¡Ay
de aquel que, cuando se aproxime el momento de partir, no sepa responder a esta
pregunta serena y satisfactoriamente! Terminará por morir con la íntima
sensación de que todo ha sido una farsa, de que nada ha valido la pena, de que
todos sus deseos van a ser enterrados junto a él: angustia, primero; después,
frustración. Y, en el último momento, pavor...
No es preciso que nadie nos recuerde el carácter pesimista de
estas conclusiones. Ya hace tiempo que estamos de acuerdo: todo esto es
desagradable, por no decir intolerable. No tenemos vocación de buitres. A nadie
le atrae el olor de los cadáveres. De hecho, ¿no pensamos acaso que cualquier
lector podría llegar a estas conclusiones a través de una reflexión sincera y
sin prejuicios? Aunque sea triste, ¿existe otra salida? ¿No comprendemos aún
que vivir sin Dios se paga caro, que hemos sido creados para Él y que, por lo
tanto, sin Él estamos abocados al fracaso más completo? Tarde o temprano viene
el declive y, cuando se intuye la venida de una muerte sin futuro, la angustia
y la frustración están llamando a la puerta. Es así como el colapso psicológico
-el pavor- llega antes que el colapso biológico.
Por el contrario, quien vive de la fe, antes de llegar al puerto
de llegada empieza ya a sentir vislumbres de una felicidad que no tendrá fin;
comienza a intuir la existencia de un espacio en el que no habrá lugar para las
frustraciones; a experimentar, en el paladar de su alma, sabores anticipados de
cielo. ¡Hay tanta diferencia entre caminar según la lenta cadencia del
nevermore! -¡nunca más!- de Alan Poe y vibrar al ritmo del forever de
Grandfellow.
La fuerza de la esperanza cristiana es tan fuerte que nos hace
superar, sin colapsos, las naturales decepciones de la vida, los temores, tan
humanos, de la muerte... Solo con esto ya podríamos gritar gozosamente: ¡vale
la pena! Vale mil veces la pena sentirse poseído por una fe que, ya aquí en la
tierra, comienza a hacernos sentir el calor de los brazos amorosos de nuestro
Padre Dios.
«Todo vale la pena cuando el alma no es pequeña»*, escribía
Fernando Pessoa, y podríamos parafrasearle diciendo: «La vida, toda entera,
vale la pena cuando la esperanza de cielo no es pequeña».
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