Nunca
podrían imaginar que eso que persiguen los hombres por detrás de los
espejismos, sin encontrarlo, es precisamente el mundo de Dios, ese «reino de
los cielos que es semejante a un tesoro escondido en un campo y que quien lo
encuentra, fuera de sí de alegría, va y vende todo lo que tiene y compra ese
campo» (Mt 13, 44).
No
llegan a entender que Cristo es un gran tesoro, un secreto de alegría. Si lo
supiesen, correrían tras él como corren tras la riqueza, la gloria o el amor.
Como corre la cierva sedienta en busca del agua viva.
Ignoran
que en Cristo van a encontrar algo más que «unas normas morales de conducta»,
«una barrera para sus pasiones», «un sentimentalismo de devoción decadente»,
«una paz tibia que consuela a los derrotados». Y ese algo más es tan grande que
a quien lo encuentra no le importa pagar cualquier precio -el capital de su
vida para conseguirlo. Y no lo hace con tristeza, sino «fuera de sí de
alegría».
Quizá
no sean ellos mismos los responsables. Desde pequeños han visto cómo los
hombres que merecían su respeto -sus padres, sus profesores, sus parientes, sus
«ídolos deportivos o artísticos»-, cuando buscaban la alegría, no buscaban a
Dios; tal vez, desde que empezaron a pensar por cuenta propia, observaron que
las personas más prestigiosas situaban la religión en un segundo plano,
prestándole una atención subsidiaria, rutinaria, soñolienta... Y al mismo
tiempo podían ver cómo esas mismas personas reavivaban su interés cuando se
ocupaban de otras cosas: vibraban ante la posibilidad de ganar dinero, ascensos
y honras; nada les causaba mayor placer que el brillo de su reputación o el
poder relacionarse con los más famosos, ricos, eminentes o poderosos. Tal vez
se les quedaron grabadas las locuras que los hombres hacen por satisfacer una
pasión de la carne o del orgullo... Pero pocas veces, o ninguna, probaron la
exaltada alegría que viene de Dios.
Sin
darse cuenta, durante muchos años, los anuncios comerciales, los medios de
comunicación, han ido fijando sus gustos y tendencias. Una propaganda que, en
su insaciable deseo de aumentar el consumo, apelaba a los atractivos más
elementales y sensibles -comodidad, fama, placer, sexo, dinero...- para cubrir
los deseos más genuinos y profundos, para desviar y engañar su sed de Dios,
para sepultar su instinto de inmortalidad y su instinto religioso sobre
toneladas de materia, como estaba aquel tesoro escondido en la tierra».
Puede
ser que hayan nacido y crecido a la sombra de una visión materialista del mundo
y del hombre que los ha llevado a pensar con una lógica tan anticientífica como
inhumana, en la existencia de una relación de concomitancia entre varias
parejas de conceptos como «religión-ignorancia», «moral-coacción»,
«agnosticismo religioso-actitud progresista», etc. Y así hasta el punto de
sentirse avergonzados de manifestar, entre sus amigos y compañeros, sus
necesidades y sentimientos religiosos por el miedo a ser considerados
«retrógrados», «poco evolucionados». No se dan cuenta de que este ambiente
intelectual enrarecido está desempeñando el papel de un inmenso tapón colocado
en el cráter de un volcán: comprime el río ardiente de los impulsos religiosos,
envenenando el alma, desencadenando en sus profundidades una verdadera neurosis.
Hacen
de la religión un verdadero «tabú», esto es, algo de lo cual se avergüenzan,
como decía la psicología freudiana que se hace con el sexo. Es interesante
confirmar esta idea con la afirmación de Alport, notable psicólogo, refrendada
por un sinnúmero de investigaciones clínicas: «Durante los últimos cincuenta
años parece que la religiosidad y la sensibilidad han trocado sus posiciones:
hoy en día, los psicólogos escriben con la franqueza de un Freud o de un Kinsey
sobre las pasiones sexuales y, al tiempo, se ruborizan y guardan silencio
cuando sale a relucir la pasión religiosa».
Muchos
no caminan hacia Dios porque no saben que Él es fuente de plenitud. El clima
cultural, la falta de honestidad de algunos poderosos y sectarios medios de
comunicación, van acumulando detritus sobre la conciencia, encubriendo así a
Dios, como la tierra oculta un tesoro.
Realmente,
para millones de personas, el verdadero sentido de la existencia es un valor
subterráneo, un tesoro escondido. Solo ven la superficie de la tierra -lo
aparente, lo tangible-, el colorido de la naturaleza. No tienen la visión de
los «garimpeiros», los mineros brasileños que buscan y encuentran con precisión
las piedras preciosas: no saben descubrir, entre los grandes bloques de
mineral, entre el enmarañado de los atractivos sensibles, el diamante puro que
brilla oculto en el seno de la montaña. Identifican lo invisible -lo
sobrenatural- con lo inexistente o, al menos, con lo indiferente. Consideran lo
religioso un sucedáneo de las alegrías humanas que no pueden conseguir, o bien
como un refugio para los dolores que no saben o no pueden aguantar.
Tal
vez, por todos estos motivos expuestos, no sean responsables. Pero esta
disculpa no impide que sigan inseguros y tristes, comprobando la fragilidad de
los valores meramente humanos. Esto les debería llamar la atención, para prestar
sus oídos a las palabras de Cristo: «quien beba el agua que yo le daré, jamás
volverá a tener sed; antes bien, el agua que yo le daré será dentro de él un
manantial que saltará hasta la vida eterna» (Jn 4, 13-14).