Este
intento de transmitir de trasplantar a otro la jubilosa conciencia de poseer
la verdad, con ese coeficiente de vitalidad que da la propia experiencia
íntimamente sentida, encuentra, a veces, fuertes resistencias por parte del
organismo receptor. Muchos, indudablemente, intuyen que las alegrías de Dios
-aunque no las sientan-, deben de tener mucho de noble y profundo; bastantes, A
pesar de su indiferencia religiosa, sospechan que existe realmente ese mundo de
serenidad y felicidad que se refleja en el rostro de algunos de sus compañeros,
y mantienen una posición de apertura.
Pero
no faltan aquellos que habitualmente mantienen una actitud de reserva ante
cualquier manifestación de carácter religioso: como si su organismo estuviese
preparado para un inmediato re-chazo, dotado de unos anticuerpos preparados
para expulsar de inmediato a los agentes extraños, sustancias nocivas (libros,
consejos, conversaciones; reuniones; conferencias que puedan abordar temas
comprometedores); como si hubiese asimilado entero un tratado de medicina
preventiva contra todas las variantes de eso que él bien podría llamar
enfermedad mística... Naturalmente, en este caso, el trasplante de cualquier
vivencia espiritual llega a ser casi imposible.
Muchas
personas, como acabamos de ver, viven de espaldas a Dios: por desconocimiento o
ignorancia; por haber recibido una formación contraria a los principios
morales; porque creen que el cristianismo les presenta unas exigencias
insoportables; porque no saben incorporar la doctrina cristiana a su modo de ser,
según dicen, maduro y estructurado, a un género de vida que juzgan
consustancial a su personalidad -una vida fácil, sensual, independiente-;
porque tienen una mentalidad radicalmente pragmática, utilitarista o
positivista, hedonista y solo dan valor a las cosas que se ven, se tocan, se
sienten y dan placer; porque el ambiente considera «anticuado» o «retrógrado»
lo religioso...; o por simple comodidad o pereza, o por cualquier otra razón,
un elevado número de personas viven ajenos al mundo espiritual, a los valores
religiosos.
Una
multitud de hombres, tal vez sin maldad, se ha venido cerrando durante años a
esos valores, y ha adquirido costumbres e ideas contrarias o impermeables al
cristianismo. Quizá verdaderos prejuicios. Y cuando alguien a su lado les diga
con sinceridad que vale la pena entrar por caminos de vida interior; cuando una
auténtica personalidad cristiana les estimule a la conversión, si tuviesen un
poco de humildad y buen sentido, se abrirían a la posibilidad de emprender una
búsqueda más seria y profunda de la verdad.
Pero
cuando falta ese mínimo de honestidad intelectual, ponen en movimiento todos
sus mecanismos de defensa: un conjunto de argumentaciones defensivas,
interpretativas o bloqueadoras.
Argumentaciones
que, en sus manifestaciones cotidianas, tienen también sus gestos y
expresiones, con frecuencia groseros o «lenguaje callejero»:
«¿Así que me hablas de alegría cristiana?,
pues bien, ¿sabes qué te digo? Que eso me parece un "cuento chino". ¿Me
quieres convencer para que sea "bueno" prometiéndome paraísos de
felicidad? ¿Crees que no veo que eso que llaman el "occidente
cristiano" es tan triste como el "oriente pagano", que en los
desiertos de África y en las montañas de Asia crece la tristeza tanto como en
las calles de Roma y en los pasillos de los conventos...? ¿La tristeza
amontonada en las iglesias, la melancolía de las monjas, el recogimiento
sombrío de los monasterios, el rostro antipático de los frailes, las actitudes
mediocres y despersonalizadas de los llamados "católicos
practicantes"? ¿Alegría cristiana? ¿Será por casualidad esa que tienen las
oraciones rutinarias, los viejos y desgastados mandamientos? ¿La alegría que se
siente en las puertas de las iglesias los domingos? ¿Esa alegría analgésica de
los confesonarios? ¿Y por esa alegría pretendes que hipoteque mi libertad, mi
derecho a hacer lo que me dé la gana? No, no cuentes conmigo: no soy capaz de
entenderlo... ¿Insistes? ¿Pero no lo ves con tus propios ojos"! Mira los
curas que quieren colgar la sotana para ir detrás de cualquier feligresa...
¿quieres que yo llene el agujero que están dejando ellos para "sentirme
más alegre"? Y por no hablar del resto: de las compensaciones que buscan
esos "representantes oficiales" de la Iglesia; a las cuales no se
engancharían si "solo Dios les bastara": buena casa, buena comida,
buena bebida, el coche por aquí, el coche por allá... y ese comportamiento
aparentemente desinteresado, "caritativo", de quien se está
enriqueciendo a costa de las actividades religiosas... ¿Y eres capaz, después
de esto, de hablarme de la alegría que da el desprendimiento cristiano? Por
favor, no pienses que soy idiota».
Así
podríamos escuchar conversaciones en una calle cualquiera, en la barra de un
bar o en el pasillo de la facultad, con esa descarnada brutalidad que más
parece la expresión auténtica de la realidad que la manifestación de un
mecanismo de defensa malintencionado.
Tenemos
que reconocer que, efectivamente, existe una variada gama de desvirtuaciones que
cristalizan en esas diferentes figuras que de manera caricaturesca se acaban de
mostrar, y de muchas otras de las que aún no hemos hablado: la de aquellos que
se acogen al amor de Dios porque no consiguen el otro, el amor humano que tanto
deseaban; o la de aquellos que encuentran en el seno de la Iglesia un consuelo
para su falta de coraje a la hora de enfrentarse a las dificultades que
encuentran en la vida; o la de los que conocen muy bien el camino a la
sacristía, pero no luchan para abrir otros caminos que llevan a la cima de las
conquistas profesionales para colocar a Cristo allí, en la cumbre de todas las
actividades humanas... Y, bien lo sabemos, no faltan los que utilizan las cosas
de Dios como motivo para que su orgullo aumente, como aquellos que fingen
renunciar «por amor del reino de los cielos», al poder, al éxito social y
económico, pero después se afanan, con idéntica codicia, en perseguir el
liderazgo religioso, el prestigio intelectual y la vanidosa honra de los cargos
eclesiásticos...
Es
cierto que todo esto existe, pero también lo es que cuando Cristo hablaba del
agua viva, de aquel río desbordante de alegría, no tenía ante sus ojos al
modelo de piedad farisaica, ni a los vendedores del templo que se lucraban con
la devoción del pueblo, ni mucho menos pensaba el Señor en la fría ortodoxia de
los doctores de la ley o en la doblez de algunos representantes oficiales de la
sinagoga, a los cuales llamaba sepulcros blanqueados. Cristo hablaba de otras
cosas.
De
igual modo, cuando alguien le dice sinceramente a un amigo: ¡ay, si conocieras
las alegrías de Dios, si pudieses sentir lo que yo vivo... si te dejases hacer
un trasplante de sentimientos...!, no se está refiriendo a las tristes
vivencias de ese cristianismo decadente transcritas líneas más arriba en
términos tan brutales y caricaturescos. En absoluto. Porque sabe muy bien que
la existencia de muchos cristianos, incluso de muchos «representantes
oficiales» o de gentes que se dicen «practicantes», es tan melancólica como la
del más redomado de los paganos. Sabe que entre unos y otros apenas hay
diferencias.
La
fe de aquellos es un puro barniz; es una fe que no ha penetrado en su cabeza ni
en su corazón; no está sustentada por convicciones firmes, no levanta
motivaciones. Las miserias y las contrariedades les deprimen tanto como a sus
semejantes incrédulos o escépticos. Esos cristianos que se angustian sin
consuelo ante la muerte; que se entristecen irremediablemente con los fracasos;
que van a la caza de los placeres, del éxito y del dinero como quien persigue
valores supremos; esos son prácticamente paganos. En la superficie, cristianos;
en el fondo, tan paganos como un mercader fenicio del siglo tercero antes de
Cristo. Y no es con estos con los que vamos a aprender la lección de la alegría
y la serenidad cristianas.
¿Cómo
vamos a esperar que de la fe débil de esos cristianos superficiales puedan
brotar el pleno sentido de la existencia y la alegría de vivir? ¿Cómo se va a
pretender, así, que la imagen de un cristiano suscite entusiasmo?... Renunciar
a mis hábitos, aunque sean mezquinos; a mis alegrías, aunque sean miserables; a
mis proyectos, aunque sean precarios, por esa sombra de vida, por ese caminar
sonámbulo, por ese extraño formalismo, por ese rigorismo moral, por ese
horizonte diminuto y estrecho... ¡No! Por todo eso no vale la pena cambiar de
vida. La vida solo se cambia por vida, y no por esqueletos ideológicos. El
amor, solo por amor, y no por sentimentalismos.
Las
motivaciones humanas, solo por ideales profundos, y no por programas de
sacristía... los sentimientos humanos no se permutan por deberes fríos y
académicos, de igual manera que la plenitud de vida no se compra por el precio
de cuatro rezos y un escapulario... Por eso, cuando lo que debe ser más
profundo -lo espiritual- se vuelve superficial; cuando las gentes hablan de
«conversión» refiriéndose a estos cambios periféricos y artificiales; cuando
se piensa que se ama a Dios cuando en realidad uno se ama a sí mismo a través
de la figura de Dios; cuando se piensa que uno se «entrega a Dios» y está, en
realidad, entregándose a una falsa estructura de apariencia religiosa pero
vacía de contenido, es lógico que la naturaleza humana, sedienta de amor
verdadero, de felicidad no fingida, se termine rebelando. Puede vivir engañada
unos años, pero después salta, explota, no se deja burlar por más tiempo. Es
así cómo se explica que, tras el velo de la vida religiosa, tras las sotanas de
las dignidades eclesiásticas, surjan alguna vez las envidias, las ambiciones
grotescas, las inmoralidades y las deserciones vergonzosas.
De
ahí vienen las angustias de esos «cristianos oficiales» que, en el fondo, son
paganos, pues padecen la misma enfermedad del paganismo: la ausencia del Dios
vivo y en consecuencia, la tristeza. Porque un alma sin Dios... gime de dolor,
llora de tristeza!