Quien
beba del agua que yo le daré ya nunca tendrá sed.
Con
esta frase, el Señor está reafirmando todo lo que comentábamos en las páginas
anteriores: que la vida en Dios es, en esta tierra, un anticipo de la felicidad
del Cielo; que no es algo «espiritual», «angélico»,
sino plenamente humano, con todos sus anhelos sensitivos, afectivos,
intelectuales y temporales. Un agua que sacia no solo una parte de la persona
-el espíritu-, sino que sacia a la persona entera, en su indivisible realidad.
Quien
haya entrado a fondo en la esencia del cristianismo y no se haya quedado solo
en motivos periféricos, sabe que esta afirmación del Señor no es para un
cristiano un puro principio especulativo, sino una verdad empírica, una
vivencia íntima.
Algo
que hacia exclamar a Pascal en su famoso Memorial: «Jesucristo... Jesucristo...
certeza, sentimiento de certeza... alegría, paz, grandeza del alma humana...
¡alegría, alegría, lágrimas de alegría!' »; Y a San Juan de la Cruz: « ¡Oh mano
blanda! ¡Oh toque delicado, / que a vida eterna sabe, / y toda pena paga! »; Y
a Santa Teresa de Jesús: « ¡Oh celestial locura! ¡Oh suave desatino!... Si una
gota de esta agua da tanta felicidad, qué será estar sumergida en el océano
entero»; y a San Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí»,
como si dijese: ¡en mí vive la plenitud de Cristo, la eternidad de Cristo, la
alegría de Cristo! ¡Un grito de triunfo!
Es
ese algo -dijo Jacques Leclerq- que «no pueden comprender los que no lo han
vivido y por el que lo dan todo aquellos que lo conocen». Por eso, decir que la
vida de Dios en nosotros -el agua viva de la gracia- es una fuente de alegría
que, saltando por encima de la muerte se adentra en la eternidad, puede ser
recibido con escepticismo o con escarnio por aquellos que aún no tienen experiencia
de Dios. Estos, en cierto modo, se parecen a esos «solterones» que no
comprenden la pasión del amor, y mucho menos sus sacrificios, porque no lo han
vivido.
Algunos
consiguen entender el cristianismo, pero solo como un «conjunto de formalidades
y preceptos» que es necesario cumplir porque forma parte de la «tradición
familiar», porque «así lo hicieron desde pequeños», porque «es una costumbre de
su tierra o de su país»... Otros piensan en él como en ese «camino estrecho que
lleva a la vida eterna», una especie de canal restrictivo de libertades y
placeres, como un «mal necesario» que ayuda a conseguir algo un poco frío y
esquemático -«la salvación»- que, sin embargo, calma la conciencia y sosiega
los temores de un futuro incierto.
También
se dan, y no son pocos, los que opinan que el cristianismo, en resumen y desde
un punto de vista externo, consiste en una serie de ritos y prácticas
rutinarias, devociones «sentimentaloides», actitudes «beatas», supersticiosas
incluso... igualmente los que lo entienden como una «institución milenaria»,
«baluarte de la civilización», «educador de los pueblos», «base de las
costumbres», «propulsor del progreso y libertador de las dictaduras», «redentor
del proletariado», y muchas cosas más.
Son
estas posiciones que pueden, en algún momento, mostrar un remoto reflejo de la
verdad, si bien casi siempre corresponden a imágenes caricaturizadas, bien
diferentes de ese vivir la misma vida de Jesús en que consiste, nada más y nada
menos, el cristianismo.
No
juzgamos difícil, por tanto, que las personas que adoptan estos criterios
desfiguradores se sorprendan o sonrían irónicamente al oír que el sentido y la
plenitud de la vida humana se encuentran en Cristo.
Son
los mismos que podrían expresarse así en lenguaje vulgar, casi chulesco o
socarrón: «Para alegrarse, para divertirse, está el cine, la plaza, una fiesta,
una novela "picante" las chicas guapas y fáciles, un carnaval de
primera; pero nunca, naturalmente, la Iglesia. Es lo lógico: para cada cosa, su
lugar, su ambiente... Para olvidarse de las penas, nada mejor que un viaje
divertido, unas cañas, "agarrarse una mona", pero no es lo sensato
buscar soluciones en la religión, hacer oración, rezar.
Para
satisfacer las necesidades afectivas está el amor humano.
No
conozco otro. De aquel "amor de Dios" solo tengo el vago recuerdo de
la catequesis, o de la elocuencia barroca de un "sermón" de domingo
(de qué va a hablar el pobre hombre; él tampoco se alimenta del aire). Para
cada cosa, su tiempo. Para "aprovechar la vida" está la juventud; ya
tendré la vejez para pensar en Dios. En todo hay que proceder con orden,
"cada mochuelo en su olivo": para enterrar a los muertos, consolar a
las viudas, lavar las conciencias, corregir a los hijos rebeldes, para eso, sí,
la Iglesia ayuda mucho, pero para hacer buenos negocios, para
"farrear" un fin de semana... francamente, "de amigo a
amigo", la religión es un estorbo. Ni hablar: nunca buscaría el
cristianismo para sentirme feliz».
No
buscan a Dios como fuente de alegría. Ni siquiera sospechan la repercusión real
-¡íntima!- de estas palabras de Cristo: «quien beba del agua que yo le daré,
jamás volverá a tener sed»... Pero tampoco son capaces de descubrir el origen
de su tristeza y de sus desilusiones...