REVESTÍOS DE HUMILDAD

Nuestra salvación está vinculada a la de nuestros hermanos. “Padre nuestro, que estás en el cielo, perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12ss). Mientras no perdonamos completamente seguiremos sin ser perdonados. No es que a Dios le cueste perdonarnos; lo hace siempre de muy buena gana y gratuitamente. Pero si no perdonamos, nuestro corazón está cerrado, y es incapaz de aceptar el perdón gratuito de Dios. ¿Qué preferimos: guardar rencor a alguien, o aceptar el perdón y la salvación de Dios?

Dios es Padre con corazón de madre: no ve enemigos, ni extraños, sino hijos descarriados, pero siempre hijos amados. Jesús no ve enemigos, sino hermanos de sangre por los que ofrece su vida. Dios nos hizo a su imagen y semejanza. La mayor recompensa del que siempre perdona y bendice es que de ese modo se hace más semejante al Padre del cielo. (Mt 5,45).Y este es el propósito de nuestro paso por la tierra: llegar a ser como Dios. “Desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2s). Veremos a Dios en cada uno de nosotros plenamente transformado en él.

Un hombre, movido por su resentimiento hacia la jefa de su departamento, uso una especie de magia negra contra ella. El rito fue eficaz. Ella perdió su puesto; pero él también perdió su trabajo. Al encontrase en la calle, en situación lamentable, renegó de Dios, culpándole de su desdicha. Un día fue a visitar el sepulcro de su padre, que había sido asesinado por la ETA. Postrado sobre el sepulcro llorando, de pronto oyó clara la voz del padre, que le decía: “Se humilde y fuerte”. Desconcertado acudió a su madre, quien le recomendó viniese a verme. Cuando vino confesó sus errores muy sinceramente y se reconcilió con Dios. Oramos juntos y salió muy confortado. Poco más tarde recuperó su puesto de trabajo y vive feliz, agradecido al Señor de las misericordias.

“Revestíos todos de humildad, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (1P 5,5). El ego se imagina que se gana mediante el ataque y la discusión demostrando que soy mejor que el otro, que tengo la razón.

“Humildad es andar en vedad”, dice santa Teresa. Para descubrir la verdad es preciso pasar por un período de des hacimiento del ego, y de iluminación del Espíritu. El Espíritu nos hace ver que atacando, siempre se pierde y se enferma, llenándose de amargura, rencor y culpabilidad, o de orgullo. El perdonar es de fuertes y humildes. El humilde experimenta el poder de Dios porque no se apoya en sus propias fuerzas que son debilidad. Se apoya en el Fuerte.

El perdón y la humildad abren las puertas de nuestro corazón a las cosas más bellas que vienen de Dios: amor, paz, belleza, felicidad, gratitud, unidad... Son las cosas que realmente tienen importancia en la vida, porque son eternas. “María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Guardándolas y meditándolas en nuestro corazón las cosas más bellas se van haciendo parte de nosotros, para compartirlas con otros.

El gran deseo del corazón de Jesús: “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti” (Jn 17,21). Solamente perdonando y abriéndose al Espíritu se llega a percibir el misterio de nuestra unicidad. Lo cual es esencial para ser verdadero intercesor con Cristo y como él. Cuando estamos conscientes de este gran misterio no podemos ver nuestros propios intereses como algo aparte de los intereses de los demás.

“Tenemos ante el Padre un defensor, Jesucristo el justo. El se ofrece en expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1Jn 2,1s). En atención a Cristo Dios ofrece su perdón a todos sin que lo merezcamos, incluso sin que lo pidamos. Hoy son muchos los que no lo piden y viven amargados, sintiéndose alejados de Dios.

Como intercesores, podemos nosotros pedir perdón, y acogerlo de su parte. Al interceder así es bueno visualizar un mundo perdonado, arropado y bañado en el amor de Dios; y dar las más sinceras gracias a Dios por su misericordia y amor. “Tanto amó Dios al mundo que envió su Hijo para salvarlo” (Jn 3,16s).

También nosotros hemos ofendido y herido a ciertas personas, con o sin intención. En tu oración, visualiza a Jesús que te da su mano y te invita a caminar con él a ese lugar, a esas personas vivas o difuntas. El las mira con amor infinito. Te invita hacer lo mismo y a dialogar con ellas, pidiendo perdón y aceptando su perdón. En caso que todavía viven, pregunta a Jesús si debes hacer algo más, como acercarte, o escribir dando explicaciones. Si difuntas, pregunta Jesús si debes ofrecer alguna misa

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