NO TEMERÉ MAL ALGUNO

Es la expresión de Jesús lo que nos asombra. Nunca hemos visto su rostro en esta forma.

Jesús sonriente, sí.

Jesús llorando, nunca. Jesús severo, aun eso.

Pero ¿Jesús angustiado? ¿Con las mejillas surcadas de lágrimas? ¿Con el rostro bañado en sudor? ¿Con gotas de sangre corriendo por su barbilla? Usted recuerda esa noche.

Jesús salió de la ciudad y fue al Monte de los Olivos, como solía hacerlo, y sus seguidores fueron con Él. Cuando llegó al lugar, les dijo: «Orad que no entréis en tentación».


Luego se alejó como a un tiro de piedra de ellos. Se arrodilló y oró: «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces apareció un ángel del cielo que lo confortaba. Lleno de dolor, Jesús oraba más intensamente. Su sudor era como gotas de sangre que caían en tierra (Lucas 22.39–44).

La Biblia que yo tenía en mi niñez tenía un cuadro de Jesús en el huerto de Getsemaní.

Su rostro era apacible, y tenía las manos juntas en serena calma mientras, arrodillado junto a una roca, oraba. Se veía sereno. Una lectura de los Evangelios nos aparta de esa imagen. Marcos dice: «Se postró en tierra» (Marcos 14.35).

Mateo nos dice que Jesús «comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera» (Mateo 26.37). Según Lucas, Jesús estaba en «agonía» (Lucas 22.44).

Armado de estos pasajes, ¿cómo pintaría esta escena? ¿Jesús tendido en tierra? ¿Con el rostro en el polvo? ¿Con los brazos extendidos, arrancando pasto? ¿El cuerpo que sube y baja en sollozos? ¿El rostro torcido, deformado como los olivos que le rodeaban? ¿Qué hacemos con esta imagen de Jesús?

Simple. Nos volvemos a ella cuando nos sentimos igual. Leemos esto cuando nos sentimos así; leemos esto cuando tenemos miedo. Porque, ¿no era el temor una de las emociones que Jesús sintió? Se podría argumentar que el temor era la emoción primaria.

Veía en el futuro algo tan feroz, tan aprensivo que oró por un cambio de planes. «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lucas 22.42)

¿Qué es lo que nos hace presentar la misma oración? ¿El subir a un avión? ¿Enfrentar una multitud? ¿Hablar en público? ¿Tomar un trabajo? ¿Tomar un cónyuge? ¿Conducir por la autopista? La fuente de su temor puede parecerles pequeña a otros. Pero a usted, le enfría los pies, le hace saltar el corazón y le lleva la sangre al rostro. Eso le pasó a Jesús.

Tenía tanto miedo que sangró. Los médicos describen esta condición como hematohidrosis. La ansiedad grave provoca que se liberen elementos químicos que rompen los capilares en las glándulas sudoríficas. Cuando ocurre esto, el sudor sale teñido con sangre.

Jesús estaba más que ansioso; tenía miedo. El miedo es el hermano mayor de la preocupación. Si la preocupación es una bolsa de arpillera, el temor es un baúl de concreto.
No se puede mover.

Es notable que Jesús sintiera tal temor. Pero qué bondad la suya al contárnoslo. Nosotros tendemos a hacer lo contrario. Disfrazamos nuestros miedos. Los ocultamos.

Ponemos las manos sudorosas en los bolsillos, la náusea y la boca seca las mantenemos en secreto. Jesús no lo hizo así. No vemos una máscara de fortaleza. Escuchamos una petición de fortaleza.

«Padre, si es tu voluntad, quita esta copa de sufrimiento». El primero en oír este temor es el Padre. Pudiera haber acudido a su madre. Podría haber confiado en sus discípulos.

Podría haber convocado una reunión de oración. Todo podría ser apropiado, pero ninguna otra cosa era su prioridad. Se dirigió primero a su Padre.

Ah, ¡qué tendencia la nuestra de acudir a cualquiera! Primero al bar, al consejero, al libro de autoayuda o al vecino amigo. Jesús no. El primero en oír su temor fue su Padre en los cielos.

Mil años antes, David exhorta a los temerosos que hagan lo mismo. «No temeré mal alguno». ¿Cómo podía David hacer tal afirmación? Porque sabía dónde poner los ojos. «Tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento».

En vez de volverse a las demás ovejas, David se volvió al Pastor. En vez de mirar los problemas, miró la vara y el cayado. Por cuanto sabía a dónde mirar, podía decir: «No temeré mal alguno».

Conozco a alguien que le tenía miedo a la gente. Cuando estaba rodeado por grandes grupos, su aliento se le cortaba, afloraba el pánico y comenzaba a sudar como un luchador de sumo en un sauna. Curiosamente, lo ayudó un compañero de golf.

Estaban los dos en un cine esperando su turno para entrar, cuando lo acosó nuevamente el temor. La gente lo rodeaba como un bosque. Quería escapar y pronto. Su amigo le dijo que respirara hondo. Luego le ayudó a manejar la crisis recordándole la cancha de golf.

«Cuando vas a golpear la pelota para sacarla de la hierba alta, y estás rodeado de árboles, ¿qué haces?»

«Busco un claro» « ¿Miras los árboles?»

«Por supuesto que no. Busco un claro y me preocupo de tirar la bola por ese lugar».

«Haz lo mismo con la gente. Cuando sientas pánico, no te fijes en la gente, fíjate en el claro».

Buen consejo en el golf. Buen consejo para la vida. En vez de concentrarse en el temor, concentrarse en la solución.

Eso fue lo que Jesús hizo.
Eso fue lo que David hizo.

Eso es lo que nos exhorta a hacer el autor de hebreos. «Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe» (Hebreos 12.1–2).

El autor de hebreos no era golfista, pero podía haber sido un corredor, porque habla de uno que corre y de un precursor. El precursor es Jesús, «el autor y consumador de la fe». Él es el autor: es quien escribió el libro de la salvación. Y es el consumador: no sólo preparó el mapa, sino que hizo resplandecer el sendero. Él es el precursor, nosotros corremos detrás.

Mientras corremos se nos exhorta a fijar los ojos en Jesús.

Yo corro. La mayor parte de las mañanas me arrastro fuera de la cama y ¡a la calle! No corro rápido. Y en comparación con los maratonistas, no voy lejos. Pero corro. Corro porque no me gustan los cardiólogos. Nada personal. Pero es que precisamente yo provengo de una familia que los mantiene en el negocio. Uno le dijo a papá que necesitaba retirarse. Otro les abrió el pecho a mamá y a mi hermano. Me gustaría ser el primer miembro de la familia que no tiene el número del cirujano del corazón en su lista de emergencias.

Puesto que la enfermedad del corazón recorre mi familia, yo recorro mi barrio. Cuando el sol sale, estoy corriendo. Mientras corro mi cuerpo gime. No quiere cooperar. Me duele la rodilla. Tengo la cadera rígida. Los talones se quejan. A veces los que pasan se ríen de mis piernas, y mi ego queda dolorido.

Las cosas duelen. Como las cosas duelen, he aprendido que tengo tres opciones. Volver a casa (Denalyn se reiría de mí). Meditar en mis dolores hasta que comience a imaginar que me duele el pecho (pensamiento placentero). O puedo seguir corriendo y contemplar la salida del sol. Mi ruta se dirige al oriente y me da un asiento en primera fila para el milagro matutino de Dios. Cuando veo que el mundo de Dios pasa de oscuro a dorado, ¿saben qué? Lo mismo ocurre en mi actitud. El dolor pasa y las articulaciones se relajan, y antes de darme cuenta, la carrera ha pasado de la mitad y la vida no es tan mala. Todo mejora cuando pongo los ojos en el sol.

¿No consistía en eso el consejo de hebreos? «Puestos los ojos en Jesús». ¿Cuál era el enfoque de David? «Tú estarás conmigo, tu vara y tu cayado me infundirán aliento».

¿Cómo soportó Jesús el terror de la crucifixión? Primero fue al Padre con sus temores. Fue ejemplo de las palabras del Salmo 56.3: «En el día que temo, yo en ti confío». Haga lo mismo con sus temores. No eluda los huertos de Getsemaní de la vida. Entre en ellos. Pero no entre solo. Mientras esté allí, sea honesto. Se permite golpear el suelo. Se permiten las lágrimas. Y si su sudor se convierte en sangre, no será usted el primero. Haga lo que Jesús hizo: abra su corazón.

Y sea específico. Jesús lo fue. «Pasa esta copa», oró. Dígale a Dios el número de su vuelo. Cuéntele la longitud de su discurso. Dele a conocer los detalles del cambio de trabajo. Él tiene mucho tiempo. También tiene mucha compasión.

Él no piensa que sus temores son necios o vanos. No le dirá «Anímate», ni «Mantente firme». Él ya pasó por eso. Sabe cómo se siente.

Él sabe lo que usted necesita. Por eso condicionamos la oración como Jesús lo hizo: «Si quieres… »

¿Quería Dios? Sí y no. No le quitó la cruz, pero le quitó el temor. Dios no acalló la tempestad, tranquilizó a los marinos.

¿Quién dice que no hará lo mismo por usted?

«Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias» (Filipenses 4.6).

No mida la altura de la montaña; hable a aquel que la puede mover. En vez de llevar el mundo a sus espaldas, háblele al que sostiene el universo en las suyas. Tener esperanza es mirar hacia adelante.

Ahora bien, ¿hacia dónde estaba usted mirando?

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