LIBRES PARA SER: DESAPEGO

Jesús se expresaba, y con gran fuerza, en Arameo, una lengua gramaticalmente mucho menos desarrollada que la nuestra. Cuando Jesús dice “El que quiera venir en pos de mí niéguese a sí mismo” (Mc 8,34); lo mismo que cuando dice: “El que no odia a su padre y a su madre, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26), no está hablando ni de odio, ni de negación, ni de rechazo. En leguaje actual lo que Jesús nos pide a los hijos de Dios es desapego y superación de nuestros deseos y caprichos. Los hijos de Dios no pueden ser esclavos ni del mundo en que viven, ni de sus propios deseos, ni de su pasado, ni de su ego.

Y cuando Jesús dice: “Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al fuego que no se apaga. Si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo. Más te vale entrar en el reino con un solo ojo, que ser arrojado con los dos al fuego que no se acaba” (Mc 9,46), Jesús no habla de auto-mutilación; habla de apego a los bienes tras los cuales suelen ir nuestros ojos y nuestros esfuerzos. Al final de cuentas esos apegos acaban en el fuego de la frustración.
Los apegos son los amores del ego. No es que sean pecado, pero nos ciegan, impidiéndonos ver y gozar lo que realmente somos: nuestro verdadero ser con su inmensa dignidad de hijos de Dios. Y nos atan a algo que ni es permanente, ni nos puede llenar. De ese modo nos impiden entrar en el reino de Dios, en el espacio sagrado que se encuentra dentro de nosotros, donde Dios tiene su morada, donde reina la paz, donde se encuentra la felicidad verdadera y duradera.

Los apegos resultan de detenernos en las experiencias que nos ofrecen los sentidos y en las ideas con que se alimenta nuestra mente, sin percibir el misterio que se esconde más allá de los sentidos y de la mente. En realidad, son la fuente más fecunda de nuestras tensiones, miedos, penas y frustraciones. Por eso Jesús insiste tanto en que trascendamos todo apego, porque nadie como él desea compartir con nosotros su gozo perfecto. “Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea completa” (Jn 15,11).

El Espíritu nunca nos culpabiliza por tomar en serio las experiencias de nuestros sentidos y las ideas de nuestra mente. Al contrario, se sirve de ellas para enseñarnos preciosas lecciones. Pero para aprender esas lecciones nos invita a ir más allá de todo pensamiento y deseo limitado; nos ayuda a entrar en el espacio sagrado que se oculta en nuestro interior. Ahí se expande un mundo infinitamente más basto y maravilloso que el de nuestros pensamientos y deseos; “el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,20s). En ese mundo podemos contactar con la propia esencia y percibir que somos uno con Dios, uno con todos los que están en Dios y con todo lo que tiene su ser en Dios. Cuando percibimos nuestra unicidad, se establece la armonía en nuestro interior, y podemos vivir en armonía con toda la creación, en armonía con Dios. ¡No hay mayor felicidad!

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