Encaremos bajo distinto ángulo el dolor, humillación, fracaso, ofensa, etc.
Ponderemos con tal claridad lo que en ellos puede haber de bueno, que ya no nos
venga el pensamiento excitante, triste, sino el contrario, alegre, y si aquél
aparece le podamos fácilmente dominar por el positivo opuesto.
Esto
no es obra de un día sino fruto de una educación de magnanimidad, de bondad, de
comprensión, de fe y de fortaleza. Los antiguos filósofos de Grecia y de Roma
lo consiguieron en parte con sólo la luz natural de su razón. Y así sostenían
que hay que aceptar el sufrimiento, pues por él nos hacemos más comprensivos
con los demás, más fuertes y más pacientes.
Pero
en los trances muy difíciles y amargos de la vida con solas las consideraciones
filosóficas es casi imposible la ecuanimidad y alegría, porque el dolor, la
humillación, el fracaso, la enfermedad, la muerte, aparecen desorbitados y sin
sentido cuando los separamos de la eternidad y de Dios.
Sólo
la religión nos ofrece entonces el punto de vista tranquilizador. Pues si nos
consideramos en este mundo como peregrinos del tiempo que vamos hacia nuestra
patria felicísima y eterna, podremos despreciar el dolor pasajero.
Y
si meditamos lo que dice la Escritura que "lo leve y transitorio de
nuestra tribulación nos produce un peso eterno de gloria", llegaremos
incluso a alegrarnos con el dolor. Una educación profundamente religiosa nos
facilita esta solución. Una educación en que tenemos como modelo a un Dios
sabiduría infinita que escoge para Sí sufrimiento y humillación y lo da a su
Madre y a sus Apóstoles.
Sólo
a la luz de la eternidad se pueden despreciar los quebrantos temporales, y sólo
mirando a la honra y gozo divino que nos espera podemos aceptar los sufrimientos
y humillaciones humanas.
Pero
sobre todo, para llegarlos a amar, sólo lo conseguirá quien, imitando a los
santos, los mire como caricias, abrazos y misericordias de nuestro Padre
Celestial. Son señales de predilección divina.