Ya
se trate de dos yos, de dos mundos, o de dos iglesias, si son como la luz y la
oscuridad, no pueden coexistir. Y sin embargo en la mayoría de los seres
humanos coexisten. Eso se debe a un truco del ego: a que los mantenemos
separados cada uno en una zona diferente de nuestra mente. Es un fenómeno que
incluso se puede observar en los grandes santos. Así santa Teresa, en su mente
natural se percibe como la más ruin y miserable de las criaturas. En su mente
espiritual se sabe hija amada del Padre, esposa enamorada de Cristo, favorecida
con grandes gracias por el Espíritu de Dios.
Aunque
ambas percepciones estén en conflicto entre sí, pueden concurrir
simultáneamente gracias a esa sutil treta del ego. Este, al verse en peligro de
extinción, presenta dos Teresas como si las dos fuesen reales; enfrentadas
entre sí, pero reales. De ahí el conflicto y tormento. Y la necesidad imperiosa
del sacrificio; hay que sacrificar a la indeseable, para que la otra crezca y
florezca.
Si
exponemos tal hipótesis al Espíritu de la verdad, él nos hace ver al instante
que uno de los dos opuestos es real y el otro no lo es, ni puede ser; uno es
verdad y el otro pura fantasía. Con ese fin el Espíritu nos invita a poner las
dos percepciones (los dos yos, los dos mundos, las dos Teresas) una al lado de
la otra, en vez de mantenerlas separadas. Y cuando el Espíritu de la verdad
ilumina la escena con su luz, lo que es verdadero y real resplandece como el
sol; y lo irreal simplemente se desvanece como la oscuridad ante la luz.
Llevar
al ego y todas sus producciones ante el Espíritu significa exponer las sombras
a la luz. Nada es sacrificado ni destruido. Pero queda patente que las sombras
nunca han sido nada. De ese modo la verdad es reestablecida; y con ella la paz.
Uno sencillamente ve la maravilla que somos por pura bondad de Dios; y deja de
andar obsesionado con las sombras que no somos.
“En
todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” Rm 8,28). En la
vida de todos los santos, tanto canonizados como desconocidos, Dios se sirve de
ese error de apreciación para su bien, purificándoles y haciéndoles más
comprensivos con los imperfectos.
Pero
tenemos que dar gracias infinitas al Espíritu de la verdad por las nuevas luces
que nos regala, pues gracias a ellas se van eliminando dos grandes fuentes de
sufrimiento y angustia: el miedo y la culpabilidad. Los hijos de Dios estamos
llamados a reflejar en el mundo actual ante todo la cercanía de Dios, a
proclamar que somos uno con Dios; estamos también llamados a reflejar la
santidad de Dios, la belleza y la misericordia de Dios, y a desterrar el miedo
y la culpabilidad en las relaciones con el mejor de la padres, que no piensa en
castigos, sino sólo en compartir su felicidad con nosotros.
Esta
es una de las grandes verdades que Jesús resalta en su evangelio. Pero sigue
tan oscurecida incluso en la Iglesia por la mentalidad del mundo en que
vivimos. Y es que incluso en círculos eclesiales se escucha más la voz de la
cabeza con sus complejas teologías, que la voz del Espíritu con su
desconcertante simplicidad; se dialoga más con la razón que con el Maestro
divino.
LAS PARÁBOLAS DEL MAESTRO
Si
queremos captar la mente del Maestro enviado por Dios, donde mejor la
encontramos reflejada es en las parábolas. Sus parábolas hablan por sí mismas,
si las meditamos en el corazón.
Un
muchacho, después de malgastar miserablemente todo su patrimonio, vuelve a casa
con el consiguiente miedo y vergüenza, y se encuentra con el abrazo emocionado
de su padre y con una gran fiesta donde no hay lugar para el miedo, y menos
para la vergüenza y culpabilidad. “Pues os digo que habrá más alegría en el
cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan arrepentirse” (Lc 15,7).
Uno
puede pensar y sentir que Dios está muy cerca, incluso en su interior. Pero si
siente una sombra de miedo, de culpabilidad o de indignidad, no conoce al Dios
revelado por Jesucristo; y no podrá saber que es uno con Dios. La unicidad es
una con el amor, que echa fuera todo temor y toda culpa; y la santidad viene de
ser una con Dios, las tres veces santo. Lo mismo la unicidad, que el amor, que
la santidad no se puede enseñar, ni adquirir por habilidad propia. Son regalos
inestimables del Espíritu de Dios.
Para
comenzar el Espíritu nos ayuda a ir eliminando todo obstáculo, limpiando de la
mente todo lo que no es verdad. Quien se siente culpable, se mantiene distante
de Dios. Quien se siente indigno declara que no es uno con Dios. En Dios no
puede haber nada que no sea digno de Dios.
En
vez de pedir tantas veces perdón, sabiendo que el Padre ya nos ha perdonado y
olvidado las ofensas, debemos pedir que nos enseñe a perdonar y olvidar. En vez
de releer los mensajes que el ego ha grabado a cincel en nuestro subconsciente:
miedo, culpable, indigno, leamos la palabra de Dios.
La
expresión “No temas” se repite más de 365 veces en la Biblia; al menos una vez
por cada día del año. Sobre todo leamos el Nuevo Testamento. Veamos el ejemplo
de Jesús que acoge a los pecadores, les perdona, pero nunca culpabiliza. En
realidad, Jesús no suele decir en tono solemne, “Yo te absuelvo de sus
pecados”, sino simplemente, “Tus pecados están perdonados”.
El
Apóstol Pablo, que tiene como pocos la mente de Cristo, escribe: “Quién podrá
acusar a los hijos de Dios? Dios es el que absuelve”, el que los declara
inocentes (Rm 8,33. “Como el delito de uno solo trajo la condenación a todos,
así la justicia de uno solo trae a todos la justificación que da la vida. Pero
donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (Rm 5,18ss).
TAREA DEL ESPÍRITU
La
tarea del Espíritu Santo es deshacer lo que el ego había hecho. El Espíritu no
dicta órdenes, ni exige nada; su deseo no es controlar. Su voz es siempre
serena, pero en esta hora de gracia es cada día más apremiante. Nos urge a
despertar y decidir por la verdad, dejando atrás los engaños del ego, que crea
separación, porque sobrevive a base de ella.
Creados
por Dios a su imagen, nos perdimos al identificarnos con el ego. Pero el Padre
nos rescató al precio de la Sangre de su Hijo amado crucificado por nosotros.
La crucifixión sólo habla de amor, amor llevado al extremo, amor sin fin. Al
despertar tomamos conciencia de esta gran verdad que brilla como el sol dentro
de nosotros.
Al
presente, más que inducirnos a repetir, “mea culpa”, el Espíritu nos ilumina
con su suave luz haciéndonos ver que somos hijos amados de Dios; que a cada
paso, y sobre todo a cada tropiezo, el Padre nos purifica y renueva con su
mirada de amor. Sobre todo, el Espíritu nos hace ver que somos uno con Dios; y
en Dios somos uno con todos sus hijos.
Las
divisiones, enfrentamientos, sospechas, acusaciones, rechazos son siempre obra
del ego, fruto de la carne. “Las obras de la carne son bien claras:
“desenfreno, supersticiones, enemistades, disputas, celos, divisiones...” (Ga
5,19-21). Quien percibe el error en otro y lo ataca, percibe sin amor y no
puede reconocer al hermano. Al atacar al hermano se hace daño a sí mismo.
Cuando los hermanos no se reconocen entre sí, no conocen al Padre común.
“Por
el contrario, los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, bondad...” (Ga
5,19ss). Un requisito previo para caminar hacia la santidad en todo hijo de
Dios es reconocer y aceptar su propia inocencia y la inocencia de su hermano.
De otro modo seguirá creyendo que está separado o distanciado de Dios, fuente
de toda santidad. Para ello hay que descubrir al Espíritu Santo en uno mismo y
en el hermano. Acojamos con prontitud la llamada del Espíritu Santo, es la
nueva fuerza que restaura la unicidad de los hijos de Dios. La santidad es el
poder de Dios que actúa en nosotros, y cuando se comparte este poder, crece la
unión hasta convertirse en unicidad.
“Todo
es nada fuera de mí” dice el Señor (Is 45,6). Sin Dios somos pura nada. Siendo
uno con Dios participamos de su naturaleza; somos como espejos limpios que
reflejan su inmensa santidad hacia todo lo que nos rodea. En el cielo la
santidad no se verá como un reflejo, sino como la verdadera condición de los
hijos de Dios. Tampoco reflejaremos la verdad sino que se verá claro que somos
la verdad sin mezcla posible de error, o de sombra.
OREMOS Señor Jesús, Maestro amado,
libérame de la lamentable ilusión de que realmente veo, o puedo ver. Como el
ciego de nacimiento clamo a ti, “Señor, que vea”. Dame tu visión; préstame tus
ojos, pues solo a través de ellos quiero ver.