La
fe no nos da la prueba física natural de las cosas, pero eso no quiere decir
que la fe no nos dé certeza. La certeza de la fe no parte de la razón -aunque
encuentre un apoyo en ella-, sino de la confianza que otorga el testimonio de
Jesucristo, Hijo de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Él nos dice:
«si no creéis en mis palabras, creed en mis obras» (cfr. Jn 10, 38): sus obras,
el cumplimiento de las profecías, los milagros de Cristo y los milagros de la
iglesia, nos corroboran que su palabra es verdadera.
El acto de
fe, por tanto, ayudado siempre por la gracia -por la iluminación de Dios- da su
aquiescencia a una verdad no por su evidencia intrínseca, sino por la autoridad
de Dios que revela. Esto no quiere decir que esta verdad no tenga una base
racional, porque el acto de fe va precedido de un discernimiento que pondera la
fuerza probatoria y racional de las señales de credibilidad. Y las señales de
credibilidad del Cristianismo
-ahora
sí podemos decirlo- son evidentes, con una evidencia física, racional, como
física y racionalmente se verifican cientos de milagros en Lourdes y en todos
los procesos de canonización necesarios para elevar a un hombre a la categoría
oficial de santo, y en tantos otros lugares y circunstancias. Todo eso otorga a
las verdades de la fe una evidencia extrínseca tal que nos permite afirmar que
la fe tiene una firmeza y una certeza superiores a cualquier conocimiento
humano.
Sin
embargo, para realizar un acto de fe será siempre necesaria -repetimos- la
gracia de Dios. Por eso difícilmente llegará la fe al fondo de un corazón
orgulloso que no sepa pedir como el ciego de Jericó -«Señor, que vea» (Mc 10,
51)-, o como el padre que pedía la curación de su hijo: «Señor, creo, pero
ayuda mi incredulidad» (cfr. Mc 9, 24).La fe no ve las verdades invisibles con
la evidencia con que se contemplan los objetos visibles, pero eso no impide que
esa forma de ver no nos dé certeza y seguridad. En cierto modo, es necesario
que las luces de la razón queden humildemente apagadas para que podamos ver más
lejos con las luces de la fe, de la misma manera que es necesario que la luz
del sol desaparezca para que podamos ver las estrellas, distantes años luz de
nuestro planeta.
La
luminosa oscuridad de la fe nos permite llegar mucho más lejos -hasta alcanzar
la esencia de las verdades divinas- de lo que lo haría el brillante razonar de
la inteligencia. La razón, como el sol, también puede deslumbrarnos. A veces
nos resulta difícil entender el plan global que Dios tiene respecto del
universo y de nuestra propia vida.
Y
esta dificultad se origina precisamente en algo muy concreto: queremos analizar
los grandiosos proyectos de Dios con las luces de nuestra razón, que juzgamos
extraordinaria y que, a decir verdad, es del todo limitada ante la infinita
sabiduría del Creador.
Si
una hormiga camina por los frescos de la Capilla Sixtina, en el Vaticano, todo
lo que puede ver es un poco de pintura bajo sus patas. Incluso aunque tuviera
inteligencia humana, no podría darse cuenta de que el fragmento de pintura
sobre el que se encuentra forma parte de la extraordinaria obra que es El
Juicio Final de Miguel Ángel. De modo parecido, lo que nosotros vemos es una
parte reducidísima del plan de Dios. No es, pues, de extrañar que, a veces,
estemos tentados de exclamar: «¿Por qué ha hecho Dios esto?; ¿qué razón puede
tener Dios para permitir que me pase esto?».
La
vida, sin embargo, está, como en la espléndida obra de Miguel Ángel, rebosante
de sentido. Eso es algo que debemos recordar siempre. Día a día, el mundo y
todos sus habitantes vamos ofreciendo libremente nuestra pequeña colaboración
personal a la obra maestra de Dios, aunque solo vayamos a comprender con
claridad cuál fue nuestra parte cuando veamos en el Cielo la obra acabada.
Vivir
en esta consoladora verdad nos llena de paz. Dios va tejiendo y entretejiendo
todos los acontecimientos, igual que se hace un tapiz, pero nosotros vemos solo
ese gran tapiz por el lado contrario, con las figuras borrosas o incoherentes,
con sus hilachos des labazados. Solo cuando estemos al otro lado del tiempo, en
la eternidad, podremos ver el formidable resultado de esa obra de arte.
Esta
manera serena de entender las cosas a través de la sabiduría que nos da la fe
pide a la razón la humildad de esperar y de confiar pensando que «Dios sabe
más». Por falta de esta humildad, la gente se enfrenta a las incomprensibles
contrariedades de la vida, arguyendo: si Dios existiera, no permitiría esa
enfermedad, ese desastre, ese atropello, esa injusticia, esa muerte... Y, en
consecuencia, pierden la fe, y violentamente preguntan: ¿por qué, por qué, por
qué? La fe y la humildad están tan unidas como el orgullo y la incredulidad. La
fe y la humildad nos llevan a confiar en la amabilísima sabiduría divina,
mientras que la soberbia y la incredulidad desembocan en la irritabilidad y la
desesperación.
La fe tiene
algo de inmenso. Llena de certeza a la inteligencia y al corazón de una paz y
una alegría tan grandes que aquel que no las ha probado ni siquiera puede
intuirlas, «como al ciego se le escapa la posibilidad de contemplar los colores
y al sordo comprender la armonía de la música», escribe Santa Catalina de
Siena, después de sentir, de un modo tan intenso, el latir de la vida de Dios
dentro de sí.
La
fe, en este sentido, no descansa solo en la inteligencia: toma posesión de la
vida entera, le da sentido pleno. Es la cuestión de las cuestiones.
Shakespeare, dándole otro sentido, llegó a formular lo que queremos decir con
aquella frase de Hamlet, tan genial como conocida: «To be or not to be, that is
the question»: Ser o no ser, esa es la cuestión. La cuestión principal de la
vida humana no consiste en un más o en un menos -ser más o menos exitoso, ser
más o menos rico, ser más o menos saludable-, sino en ser o no ser, en vivir o
no vivir, en tener un sentido para la vida o en no tenerlo. That's the
question. Y la fe es la llave que abre el misterio de esta cuestión
fundamental. De ahí su radicalidad.
Esta
radicalidad también abarca el objeto de la propia fe: no se puede creer en
Jesucristo basado en el «más o menos». Creo que Jesucristo es más o menos Dios.
Creo en Él un poco, y dudo otro poco. No. No es así. To be or not to be. O es o
no es. Si no es, olvidémonos de Él. Si es, creamos en Él con toda la fuerza de
nuestra alma. Porque Él es la luz -mucho más que un vislumbre cualquiera en
medio de las tinieblas. Porque Él es el camino -la solución para todos los
misterios de esta vida-, y no una senda más en las encrucijadas de la vida.
Porque Él es la fuente de toda felicidad.