EL EXITO

El deseo de hacerse valer. Gran parte de la sociedad vive en función de esta ilusión de la óptica, en una dependencia casi exclusiva -maníaca, podríamos decir de ascensión, de renombre, de triunfo y de poder. Es válida, sin duda, esa noble pretensión de autosuperación y de emulación que nos mueve, con toda razón, a desarrollar nuestra capacidad y a hacer realidad todos nuestros recursos. Esto no es un espejismo, sino un ideal, un incentivo justo que debemos considerar una exigencia de nuestra dignidad y un estímulo indispensable para la superación de nuestra natural apatía.

No hablamos de esto, sin embargo. El espejismo consiste en considerar el éxito terreno como fin, de tal forma que se hace coincidir la realización de la vida con nuestra exaltación personal, y el fracaso vital con el fracaso en la ascensión social. Esta mentalidad genera un espíritu de competición que convierte la vida en una especie de carrera de obstáculos donde el prójimo es un competidor del «gran premio», porque todos quieren llegar en primer lugar, subir al podio y ser coronados con laureles.

«Hay que triunfar, cueste lo que cueste». «Demostrar lo que valgo». «Vencer en la vida». Quien piensa así no se da cuenta de que en el fondo es su debilidad lo que le lleva a esa autosuperación a toda costa: quiere compensar con su prestigio externo su debilidad interior. Una auténtica personalidad no pierde la paz por mostrar ante los otros su propia capacidad. Vale por lo que es, no por lo que parece ser. Sabe que el peso y la densidad de su ser están medidos por quien conoce al hombre en toda su profundidad: está convencido de que él vale lo que vale ante Dios.

Y que su realización no depende de aplausos efímeros, sino de su consistencia personal para la vida eterna. Por eso la historia nos revela muchas veces que detrás de esos «genios» y de esos «dictadores», que todo lo sacrificaban por su éxito, se escondían hombres débiles, verdaderos «acomplejados». Y también que, por debajo de apariencias modestas y humildes, se adivinan personalidades colosales.

Vivir para el éxito humano es correr al encuentro de un espejismo. Diría más: para mí representa la puerilidad de los adultos, la ingenuidad de los hombres astutos, la ridiculez de los hombres serios. Porque, ¿hay algo más cómico que un hombre revestido de importancia, que busca disimuladamente, con los ojos del alma, con miradas oblicuas, las alabanzas rendidas frecuentemente por aduladores interesados, que después, a sus espaldas, lo critican, o se ríen de su vanidad infantil? ¿Existe algo más inestable e inconsistente que la popularidad? Cuando todo el valor de una vida depende del aplauso, del prestigio, depende también de la veleidad, de la banalidad, que es flor que crece en todas las eras.

Hoy esta mentalidad cristaliza en el culto al «vil metal»: todo parece reducirse al éxito económico.

Es tal la influencia del espíritu mercantilista que se valora a una persona por lo que consigue ganar, por los ceros de su cuenta corriente. La preocupación, al afrontar la vida, ya no se dirige a buscar la propia vocación, esto es, el sentido más profundo de cada existencia particular, sino al medio más eficaz para ganar dinero.

Esta concepción de la vida está teniendo una nefasta influencia en el ambiente universitario. El estudio se considera fundamentalmente como medio de enriquecimiento. La profesión y el mismo estudiante terminan por convertirse en «mercancía»: se estudia para «valer» más, o sea, para ser más «caro», para poder «venderse» mejor en el «mercado de trabajo», que va a parar en ser una «compra y venta de personalidades».

Ya no se busca lo que está más de acuerdo con la propia vocación, ya no se quiere aquella profesión que levanta nuestros sentimientos: se estudian aquellas carreras en las que uno podrá ser «mejor vendido» o «comprado al precio más alto».

No podemos imaginar los estragos que esta mentalidad ocasiona en la vida psíquica y en el comportamiento de la persona. En primer lugar, porque se está convencido de que el valor de la personalidad reside en la fama, se intenta más parecer que ser, y esto provoca una división interior, como una doble personalidad -lo que somos y lo que aparentamos ser-, que nos lleva a una teatralidad constante y acaba por agotar nuestros nervios y robarnos la paz: es evidente que no se puede vivir con serenidad en esa tensión continua de actor en el escenario. En segundo lugar, si pienso que «soy lo que pagan por mí», si estoy sometido al imperio de la opinión ajena, si me uno a esa fatigosa competición donde tengo que abrirme paso a codazos entre los otros miles de concurrentes, es natural que surja en mí un sentimiento de profunda inseguridad. ¿Cómo no voy a verme sorprendido por sobresaltos casi cotidianos cuando todo mi inmenso deseo de plenitud está subordinado a una coyuntura económica determinada, a la oscilante situación del mercado laboral, a la decisión azarosa de un grupo poderoso o al fracaso de mis competidores?

Es una paradoja irónica: aquellos que por el progreso han sido salvados de enfermedades infecciosas como la tuberculosis -aterrador fantasma de comienzos del siglo XX-, por ese mismo progreso, indiscriminado y anárquico, se ven torturados ahora por otras enfermedades no menos peligrosas, como la hipertensión, el infarto, los trastornos cardiovasculares, la úlcera de estómago, la debilidad nerviosa o el desequilibrio psíquico, la angustia, la depresión, consecuencias de esa tensión y de esa inseguridad que son como las plagas de nuestra sociedad competitiva y «progresista».

El éxito, que se pinta allá lejos, en el horizonte de la existencia, como un oasis de felicidad, va produciendo aquí dentro, en el alma, paulatinamente, una inquietud angustiosa. Y cuando, en el mejor de los casos, se llega al lugar en el que esperábamos encontrar ese oasis, cuando se consigue ya por fin la meta deseada, la alegría se diluye como un espejismo. No era eso lo que esperábamos con tantas ansias, lo anhelado era más alto. Las personas que viven hechizadas por el éxito tal vez se extrañen al leer las impresiones que escribe Napoleón a su mujer, Josefina, después de las victoriosas batallas en Egipto: «Quiero retirarme a un lugar tranquilo. Yo solo. Ya he disfrutado de la mayor gloria que un hombre puede soñar y, sin embargo, me siento extraordinariamente lleno de hastío».

Pero, para aquellos que han conjurado ya ese hechizo, para los hombres probados por la vida, estas palabras traducen una realidad sobradamente conocida: después del espejismo, el desierto. Y otra vez la sed.

No existe realización verdadera sin la plenitud interior que solo Dios puede dar. Por eso damos un valor parejo al del éxito a un esfuerzo mucho más noble y elevado: la consecución de un ideal humano intelectual, profesional o social. Es cierto que el ardor de las investigaciones, de los descubrimientos, la fundación y el progreso de una empresa, produce alegrías. Pero estas, desvinculadas de un sentido global de la existencia, también se revelan insuficientes. La sed del alma no se satisface con fórmulas, investigaciones y conquistas.

«En el caso -escribe Stuart Mill, un hombre que mereció gran gloria intelectual- de que llegases a realizar todos los objetivos que persigues en tu vida y, con el apoyo de las instituciones, se fuesen a realizar todos los cambios en cuya espera consumes tu existencia, ¿ibas a sentir por eso una alegría inmensa, serías feliz? No, responde con fuerza una voz que soy incapaz de reprimir»

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