En
nuestro interior resuenan constantemente dos voces opuestas. La voz chillona y
autoritaria del ego nos dice que estamos separados; la voz suave del Espíritu
nos asegura que somos uno. Como la mayoría de los mortales escuchamos al ego
antes que al Espíritu, nos hemos tragado la idea de la separación; la
percibimos como algo evidente.
Los
adultos somos libres para optar por el Espíritu de Dios, o seguir bajo el
dominio del ego. “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2Co
3,17). Si decididamente cooperamos con el plan del Espíritu, se irán
deshaciendo rápidamente los lazos que nos atan al ego, incluidos el miedo y la
culpa. La misión del Espíritu es hacernos libres del dominio del ego,
erradicando el miedo y la culpabilidad.
Para
empezar, el Espíritu nos conduce a la fuente de los miedos y de la culpa. Esta
fuente siempre se encuentra en nuestro estado mental presente. Una treta del
ego para que nunca nos liberemos es inducirnos a buscar la fuente en el pasado.
En el pasado puede estar la raíz de nuestros males, pero nuestros males están
siempre y solo en el presente. Por eso, lo que realmente se requiere es un
cambio de percepción. Cuando vemos que realmente somos uno con Dios, y uno con
todos los hermanos, la culpabilidad no tendrá poder alguno sobre nuestra
conciencia.
Cuando
el ego dicta sentencia: “Eres culpable”. Nuestro Abogado, el Espíritu apela
contra esa injusta sentencia al Tribunal Supremo. “¿Quién podrá acusar a los
hijos de Dios? Dios es el que absuelve” (Rm 8,33). “Como el delito de uno solo
trajo la condenación a todos, así la justicia de uno solo trae a todos la
justificación que da la vida” (Rm 5,18).
El
ego nos declara culpables. Dios nos absuelve y declara inocentes. ¿A quién
damos crédito? Es alarmante constatar que muchos hijos de Dios no dan crédito a
su Padre, sino a su ego. A mucha gente piadosa le horrorizaría declararse
inocentes; repetidamente se confiesan culpables, repitiendo y acaso con gusto
“Mea culpa”. ¿Y creerán que con eso agradan a Dios, mostrando su total
desacuerdo con el Padre?
La
ceguera es una bien conocida característica del ego, que solo medra en la
oscuridad. Quien se identifica con el ego no puede menos de sentirse culpable.
Y al sentirse culpable teme el castigo. Por favor, salgamos a la luz, y
aceptemos la sentencia del Padre que nos ha declarado ya inocentes. El inocente
vive con seguridad perfecta; en él no hay cabida para el temor y la culpa; es
puro de corazón y ve a Dios en todo, y sobre todo dentro de sí.
De
nuevo habla el Espíritu: “No hay condenación alguna para los que están en
Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó
de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,1s). Si no hay condenación es porque
no hay culpa. ¿Por qué nos costará tanto aceptar esta maravillosa verdad?
Porque desde que aterrizamos en este planeta, el ego nos ha liado de tal forma,
que desconociendo nuestra verdadera identidad, maravillosa como es, nos hemos
identificado con una sombra oscura. Y esa sombra oscura, el ego, necesita su
caparazón de culpa para esconderse y proteger su falsa identidad.
San
Pedro tuvo una visión anunciando la llamada de los primeros gentiles a la fe
cristiana. Un gran lienzo lleno de todo tipo de animales. Cuando Pedro reusa
comer de ellos porque su conciencia, formada según la tradición hebrea, los
etiquetaba de inmundos, una voz del cielo le dice: “Lo que Dios ha purificado
tú no lo llames impuro” (Hch 10,9-16.28).
San
Pablo escribe a su discípulo Tito, obispo de Creta: “Nuestro Salvador
Jesucristo se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos y hacer de
nosotros un pueblo escogido, limpio de todo pecado y dispuesto a hacer siempre
el bien. Esto es lo que tienes que enseñar, predicar y defender con toda
autoridad” (Tt 2,13ss)
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