El
ego interpreta el pecado como ofensa contra Dios, merecedora de castigo. Así lo
ha hecho tradicionalmente, y con gran éxito, para mantener a los humanos bajo
el yugo del miedo y la culpa. El Espíritu cuestiona: ¿Se da Dios por ofendido
ante la conducta irresponsable o perversa de sus hijos? La naturaleza del reino
que con Jesús ha llegado a la tierra, así como la actitud del mismo Jesús hacia
los llamados pecadores, y sobre todo sus parábolas sugieren lo contrario.
La
ley suprema del reino es el amor: el ejemplo de misericordia que nos da el
Padre (Lc 6,36); y el modo cómo nos ama Jesús (Jn 13,34). El pecado es el
quebrantamiento de la ley, el desamor: falta de misericordia, falta de entrega.
Bajo la influencia del ego pecamos frecuentemente, actuando contra la voluntad
de Dios, y contra nuestra creencia en el mensaje de Cristo.
“Cuando
venga el Espíritu mostrará al mundo en qué está el pecado: en que no creen en
mí” (Jn 16,8s). El Espíritu no acusa, no condena. Abre los ojos y nos hace ver
el pecado; produce dolor de corazón, arrepentimiento, pero no culpabilidad; nos
mueve a confesar el pecado, entregándolo al Cordero sin mancha, que de antemano
se cargó ya con él y lo expió abundantemente (Jn 1,29).
Y
Jesús, por grave que sea el pecado, le recuerda al Padre que hemos actuado
inconscientemente; cuando pecamos, no sabemos lo que hacemos (Lc 23,34). En
realidad más que pecadores maliciosos, somos unos inconscientes. No estamos
conscientes ni de lo que somos, ni de nuestra relación con Dios, ni de nuestra
vinculación con otros. Nos vemos separados y enfrentados. Nos hemos olvidado
que todos somos uno. Por eso, debemos repetir con frecuencia la oración del
Salvador: “Que todos sean uno; como tú, Padre en mí y yo en ti, que también
ellos sean uno”, y estén conscientes de ello (Jn 17,21).
Deporte
de la mente es poner etiquetas. Los moralistas se han especializado en poner
etiquetas en el mundo del pecado, según la especie, el tamaño y e número. Es
hora de preguntar al Espíritu cómo ve Dios el pecado. ¿Lo ve como un rechazo, o
una agresión, que hay que repeler? ¿Lo ve como una ofensa o insulto, que merece
reprobación, castigo y condena? ¿Lo ve como un error o desviación, consecuencia
de una vieja programación mental, ceguera espiritual o debilidad; error que hay
que corregir? ¿Lo ve como un acto irresponsable de un hijo suyo enfermo, que
reclama atención y compasión? Desde luego, Dios ve el pecado con ojos de
misericordia infinita.
La
palabra por misericordia en la Biblia hebrea es Rahamin de rehem, que significa
seno materno. Lo que el seno materno es para el niño no nacido es Dios para
todos y cada uno de sus hijos. El niño crecidito en el seno materno no creo
actúe siempre de modo muy responsable o agradable para la mamá.
¿Cómo
percibe una madre normal la conducta de niño en su seno? ¿Puede acaso
interpretarla como un acto de agresión, de rechazo, o como un insulto o una
ofensa personal?
¿Reacciona
la madre normal con ira o con amenazas de venganza?
Si
creemos que Dios es mejor que una madre
¿Por
qué interpretamos el pecado como una ofensa contra Dios?
¿Por
qué tan fácilmente atribuimos a Dios ira y venganza?
“Donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ga 2,20). La misericordia divina es
infinitamente más grande que cualquier monstruosidad humana. Si al ver nuestra
inmensa miseria, nuestros incontables fallos y pecados nos distanciarnos