Vivía
un gran Señor rodeado de gran misterio, en su gran palacio, al borde del gran
desierto. Llegó un joven de noble porte, elegantemente trajeado, con sus
maletas repletas de valiosos regalos para el gran Señor. Llamó a la puerta del
misterioso palacio, todo ilusionado, y esperó... Una misteriosa voz
preguntó: “¿Quien es?”
“Soy
yo, tu amigo Fulano de Tal, que busco el honor de ser admitido en tu casa”,
respondió el joven. “No estás preparado todavía. Sigue caminando, y sabrás
cuando lo estás”, añadió la voz misteriosa.
Y
el joven entró en el desierto y siguió caminando día y noche, semanas, meses y
años. Después de mucho peregrinar, no sin tropiezos y aventuras, por fin, se
encontró de nuevo ante la puerta del misterioso palacio.
Pero
esta vez se encontraba con las manos vacías, los pies descalzos, su desnudez
mal cubierta con unos andrajos. A pesar de verse tan impresentable, una fuerza
interior le impulsó a llamar. La misma voz misteriosa preguntó: “¿Quien es?”
Y
el ya no tan joven peregrino espontáneamente contestó: “¡Soy tú!”. Y la puerta
se abrió para el deseado encuentro.
Nadie
desea tanto identificarse con nosotros, ser uno con nosotros, como el mismo
Cristo Jesús, porque sabe que ese es el plan del Padre. Esa es su plegaria más
ardiente: “Que todos sean uno como tú, Padre en mí y yo en ti, que también
ellos sean uno en nosotros” (Jn 17,21). Hagamos nuestra su plegaria, y
aceptemos gustosos peregrinar por cuantos desiertos y noches sean necesarias
para despojarnos de nuestro ego.
“Yo
soy la vid, vosotros sarmientos. Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn
15,4s.7). Permaneced en mí significa despertad vuestra fe y tomad conciencia de
que estáis en mí, de que sois inseparables de mí, como los sarmientos de la
vid.
Todos
tenemos ciertos defectos con los que luchamos sin éxito, hasta que llegue la
hora de Dios. En el monte de mi pueblo hay ciertos robles, cuyas hojas se secan
en invierno, pero permanecen adheridas al árbol, desafiando vendavales, nevadas
y heladas. Cuando se acerca la primavera y la nueva savia se despierta, las
hojas secas se desprenden suavemente, dando lugar a las nuevas.
San
Pablo nos exhorta: “Manteneos firmes en la fe: arraigados y cimentados en
Cristo” (Col 2,6s). Si las raíces de nuestra alma se esconden en lo profundo de
Cristo, la savia divina se extiende a raudales por toda nuestra vida, y por el
mundo.
Es
hora de que los hijos comencemos a vernos como nos ve nuestro Padre. Será el
fin de tantos complejos, de tantas luchas, de tanto sufrimiento. Oh Dios,
préstanos tus ojos para ver a Cristo donde y como tú lo ves, en cada uno de tus
hijos. “El debe crecer y yo menguar” (Jn 3,30)
No
podemos cambiar a otras personas; podemos cambiar el modo de mirar a otras
personas.
Y
con ello les ayudamos a cambiar el modo de mirarse a sí mismas. Así suavemente
se va despertando la consciencia comunitaria y va cambiando el mundo.
“¡Oh
mi Cristo amado! Os pido ser revestida de Vos mismo, identificar mi alma con
todos los sentimientos de vuestra alma, ser invadida y sustituida por Vos, para
que mi vida sea solamente una irradiación de vuestra Vida... ¡Oh fuego
abrasador, Espíritu de amor! Venid a mí para que se realice en mi alma como una
encarnación del Verbo.
Quiero
ser para Él una humanidad complementaria donde renueve todo su misterio. Oh mis
Tres, Inmensidad donde me pierdo! sumergíos en mí para que yo me sumerja en
Vos, hasta que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras
grandezas” (Beata Isabel de la Trinidad. Elevación)