Lo
que no puede un hombre enmendar en sí ni en los otros, deben sufrir
con paciencia, hasta que Dios lo ordene de otro modo.
Piensa
que por ventura te está así mejor para tu aprobación y paciencia, sin la
cual no son de mucha estimación nuestros merecimientos.
Si
alguno, amonestado una vez o dos, no se enmendare, no porfíes con él,
sino recomiéndalo todo a Dios, para que se haga su voluntad y Él sea
honrado en todos sus siervos, que sabe sacar de los males bienes.
Estudia
y aprende a sufrir con paciencia cualesquiera defectos y flaquezas ajenos,
pues tú también tienes mucho en que te sufran los otros.
Si
no puedes hacerte a ti cual deseas, ¿cómo quieres tener a otro a la medida de
tu deseo? De buena gana queremos a los otros perfectos, y no enmendamos
los propios defectos.
Queremos
que los otros sean castigados con rigor, y nosotros no queremos
ser corregidos.
Parecernos mal si a los otros se les da larga licencia, y nosotros no queremos que
cosa que pedimos se nos niegue.
Queremos
que los demás estén sujetos a las ordenanzas, pero nosotros no sufrimos
que nos sea prohibida cosa alguna. Así parece claro cuán pocas veces
amamos al prójimo como a nosotros mismos.
Si
todos fuesen perfectos, ¿qué teníamos que sufrir por Dios de nuestros hermanos?
Pero
así lo ordenó Dios para que aprendamos a Llevar recíprocamente nuestras
cargas (Gal, 6, 2); porque ninguno hay sin ellas, ninguno sin defecto,
ninguno es suficiente ni cumplidamente sabio para sí; antes importa llevarnos,
consolarnos y juntamente ayudarnos unos a otros, instruirnos y
amonestarnos.
De
cuánta virtud sea cada uno, mejor se descubre en la ocasión de la adversidad.
Porque las ocasiones no hacen al hombre flaco, pero declaran lo que es.