La mayoría de las personas que viven lejos de Dios -y quizá todos
nosotros hemos vivido alguna vez lejos de Él- no niegan su existencia de manera
explícita, bien definida en su pensamiento, sino que la niegan, implícitamente,
con su conducta. Construyen una vida independiente de Dios, autónoma, a
semejanza de aquel viaje del buque fantasma, sin pensar con seriedad cuál es el
postrero puerto de destino de la vida.
Esta forma de viajar, este modelo de vida es muy variado, y
cristaliza en no pocos tipos humanos que ahora veremos desfilar ante nuestros
ojos -sin pretender, eso sí, abarcar todas las variantes.
El hombre del tobogán
Hay personas que se lanzan en la vida como alguien que se tira por
un tobogán -¡allá vamos! -, sin una finalidad, sin un ideal. Viven porque
viven. Viven arrastrados por los acontecimientos, por la rutina de la vida.
Ellos no viven, así, en voz activa, sino que son vividos, en pasiva.
Muy expresivamente presenta Albert Camus -Nobel de Literatura- los
diferentes planos característicos de una vida rutinaria, embotada por la
monotonía, insensibilizada por la sucesión maquinal del mismo quehacer, que no
piensa, que parece empujada por el engranaje de las ocupaciones, que se deja
deslizar por el tobogán de la vida hasta que inesperadamente toma conciencia de
su futilidad.
Levantarse, cuatro horas de trabajo, comer, autobús, cuatro horas
de trabajo, cenar, dormir y así lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y
sábado lo mismo... Mas de repente, los escenarios se desmoronan y llegamos a
una lucidez sin esperanza. Entonces... tenemos algunas evidencias esenciales:
el mundo es un caos. No hay mañana, pues uno se muere... en un universo
súbitamente privado de ilusiones y de luces, el hombre se siente un extranjero.
Este exilio no tiene consuelo, al verse privado de los recursos de una patria
perdida o de la esperanza de una tierra prometida.
Comprendamos que, para nosotros, tanto en la
vida como en la muerte no hay patria ni paz. Porque no se puede llamar patria a
esta tierra espesa, privada de luz, en la que serviremos de alimento a animales
ciegos.
¡Qué bien expresan estas frases la situación que un hombre sin
Dios siente después de cualquier evasión! Se siente así: exiliado y apátrida.
Así lo decía en una actuación televisiva, una famosa cantora del folklore
brasileño: Un hombre sin Dios es como un hijo sin padre, como un hambriento sin
pan, como una «favela» sin batucada. Quien conozca el Brasil sabe la tristeza
que encierra un barrio pobre -una «favela»- sin los aires rítmicos de la samba.
Hay muchos tipos de tobogán, como hay muchos tipos de fuga: están
las más primarias, que duran apenas unas horas, unos días -el juego, la bebida,
la droga, una pasión amorosa, una infidelidad conyugal-, y las más complejas,
que duran casi la vida entera. Aun así, para sentir los efectos del exilio -la
nostalgia del verdadero amor- no es necesario una separación muy prolongada de
la casa del Padre, como la del hijo pródigo: bastan solo unos días, unos meses
de deslizarse imperceptiblemente por el tobogán de las pequeñas locuras -una
aventura, un capricho, una rebeldía, un resentimiento, un juego de amor- para
que de una u otra forma, se termine sintiendo nostalgia de nuestra casa
primera, nostalgia de nuestro Padre.
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