Viajando
en un tren al norte de la India, hace años, los pasajeros dialogaron animadamente
sobre Dios. Uno de ellos, un pagano, se expresó algo así: “La pena es que no
sabemos cómo nos mira Dios, qué espera de nosotros, qué podemos nosotros
esperar de él”. Y la gran pena que tiene Dios seguramente es ver que sus hijos,
incluso los creyentes y piadosos, no se han enterado aún de la ternura infinita
con que su Padre celestial les mira.
“En
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
Dios nos ha amado a nosotros, y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria
por nuestros pecados” (1Jn 4,10). Y ¿qué espera Dios de nosotros? Ante todo,
que acojamos su amor con naturalidad, sin complejos, como el aire que
respiramos; que lo acojamos con alegría y con acción de gracias. También espera
que aprendamos de él a ser misericordiosos con nuestros prójimos como él es
misericordioso con nosotros (Lc 6,36).
Y
más que preguntarnos qué podemos esperar de Dios, la pregunta ha de ser ¿qué no
podemos esperar de él? “El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las
cosas” (Rm 8,32).
Nunca
te has preguntado: ¿Qué ve Dios en mí para amarme como me ama, a pesar de mis
miserias? Y eso que Dios ve en mí, ¿no lo verá también en otros pobres seres
humanos como yo?
“El
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado” (Rm 5,5). Es el Espíritu Santo desde nuestro interior, quien
nos enseña a ver a los hermanos correctamente, como los ve el Padre del cielo,
con ojos de amor, con entrañas de misericordia.
Si
Dios ve a Cristo en tu hermano, es que Cristo realmente está en tu hermano,
aunque te cueste creerlo. Ningún concepto que abrigues sobre tu hermano puede
sustituir a la verdad de lo que realmente es por pura gracia de Dios. La verdad
nunca cambiará. Lo que tiene que cambiar es tu concepto, tu percepción. Cuanto
antes abandones todo concepto negativo, más libre te verás de tu ego.
El
ego, usando la mente, con su apariencia de sabiduría y experiencia de la vida,
dirige nuestra mirada al prójimo, y concluye que allí ni está ni puede estar
Cristo. Y no anda equivocado, por la simple razón de que lo que vemos no es
real; la mente sólo ve son sombras. El Espíritu dirige nuestra mirada más allá
de formas y apariencias, allí donde el Salvador realmente está. Entonces todos
los conceptos del ego son abandonados; la verdad se revela y se percibe la
realidad tal como es.
Y
entonces comenzamos a gozar del gran privilegio de poder ver a Cristo en el
hermano, independientemente de las circunstancias de su vida: sea cristiano,
pagano o ateo; sea generoso o egoísta, pacifista o terrorista... Son
circunstancias externas, que pueden nublar la realidad, pero no anularla. Si
reconocemos a Cristo una vez en la persona más desagradable, lo reconoceremos
siempre y en todos.
Esencial
para llegar a este descubrimiento es el perdón incondicional. Cuando has
perdonado al prójimo de veras lo percibes y lo declaras inocente. Entonces, y
sólo entonces te declaras y te percibes a ti mismo inocente, pues el perdón que
concedes a tu hermano, se te otorga a ti. ¿Y qué podrá temer el que es
inocente? “El amor echa fuera el temor” (1Jn 4,18). Aunque te cueste admitir,
el hecho es que te ves a ti mismo cómo ves a tu hermano.
Cuando
descubrimos a Cristo en el prójimo, podemos mirar al prójimo, cualquiera que
sea su apariencia y su historia, con infinito aprecio y benevolencia. Eso pone
fin a todas las actividades del ego, tan dañinas a la convivencia, como son la
sospecha, la queja, la crítica, la condena, el resentimiento, el odio. Así se
les corta las alas a la culpabilidad y al miedo, fuentes de tanta enfermedad
entre los humanos. Al mirar a los hermanos y al mundo con el amor de Dios, que
el Espíritu está deseoso de derramar en nuestros corazones, podemos ir
repartiendo bendiciones y salud por el mundo entero. Es la gozosa tarea del
intercesor, lo que ilumina y enriquece su vida sobre manera.