El ego es un ídolo que
ha surgido con el propósito de ocupar el lugar del yo real, e incluso el lugar
de Dios.
Por eso está batallando constantemente con el Espíritu Santo sobre la cuestión fundamental de nuestra identidad. Quien ataca es el ego con las armas de la oscuridad y el engaño.
Por eso está batallando constantemente con el Espíritu Santo sobre la cuestión fundamental de nuestra identidad. Quien ataca es el ego con las armas de la oscuridad y el engaño.
El Espíritu no contraataca, porque el amor no puede atacar;
sencillamente responde iluminando y mostrando la verdad.
Casi siempre el ego tiene una ventaja inicial muy grande. Para
empezar ya desde la niñez nos convierte en el centro del universo. De ese modo
toda inconsideración hacia nuestra sagrada persona se interpreta como una grave
ofensa.
Luego nos hace ver que somos un ser frágil y despreciable; con eso
nos inyecta miedo y nos dispone para el autorechazo, tan común entre los
humanos. Si vivimos en un ambiente religioso, nos asegura que somos pecadores y
hemos ofendido a Dios; con lo cual nos carga de culpabilidad, que puede llegar
a convertir la vida en un infierno.
El Espíritu responde mostrando la verdad en todos los frentes. Nos
hace ver que esa imagen que tenemos de nosotros mismos y proyectamos ante el
mundo, no es tan importante; no merece la pena romper una lanza en su defensa.
Nos hace ver que el ego no es más que una ilusión, un espejismo mental. Al ver
eso, nuestro ego ya comienza a disolverse, como la oscuridad se disipa ante la
luz. Sobre todo, el Espíritu nos hace ver que la imagen del Dios vivo y santo
está en nosotros y en todo ser humano; y que “si huimos de la corrupción que
hay en el mundo por causa de las pasiones, nos hacemos partícipes de la
naturaleza divina” (2P 1,4).
“Humildad es andar en verdad”,
dice santa Teresa. Por eso, la humildad nos lleva al reconocimiento de la
grandeza que hay en nosotros, pero que de nosotros no procede. Al participar de
la naturaleza divina, por pura donación de Dios, participamos de la infinita
belleza, bondad y santidad de Dios. Esta conclusión es de vital importancia, ya
que nuestra santidad, siendo la santidad de Dios, penetra todo lo que somos, y
de algún modo misterioso envuelve a todo lo que vemos, a todo aquello en que
pensamos con amor.
Para un intercesor nada más importante que tomar conciencia de que
la gracia divina le capacita para mirar con la mirada santa de Dios; y para
pensar con la mente santa de Dios; y para amar con el amor santo y todopoderoso
de Dios. De ese modo, sin palabras uno está predicando al mundo que es amado de
Dios, que es inseparable de Dios, que está llamado a participar en la gloria de
Dios. Y sin salir de su casa, de algún modo misterioso, uno está comunicando al
mundo la santidad de Dios. Rm 8,19 21).
Si mientras oras o trabajas vienen a tu mente ciertas personas,
situaciones o problemas, bendícelas en el nombre santo de Dios; de ese modo
quedarán envueltas en el manto de santidad divina. Si vienen a tu mente
personas a las que tu ego inconsciente había pegado alguna etiqueta negativa,
retira esa etiqueta, ofréceles tu perdón, y preséntalas a Dios envueltas en el
manto de santidad divina. No hay nada que la santidad de Dios no pueda
remediar.
Finalmente el Espíritu de la verdad nos hace ver que todas estas
maravillas se encuentran más allá del cuerpo, más allá de la personalidad, más
allá del alcance de nuestra mente; en lo profundo de nuestro ser. Ahí se
encuentra el santuario donde en el humilde ser humano Dios contempla con toda
claridad su propia imagen, lavada en la sangre del Cordero, arropada en su
eterno amor, y en proceso de ser perfeccionada bajo la acción santificadora de
su Espíritu Santo.