Dice
Jesús: “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no andará en tinieblas, sino
que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Y también dice Jesús: “Vosotros sois
la luz del mundo” (Mt 5,14). “La lámpara de tu cuerpo son los ojos; si tus ojos
están sanos todo tu cuerpo estará iluminado” (Mt 6,22). No vemos la luz. Pero
gracias a ella vemos las cosas. Así es la consciencia que nos brinda una nueva
visión de nuestro propio ser vinculado a Dios, y del mundo creado por Dios.
Gracias a esa visión dejamos de identificarnos con nuestro ego, con nuestra
personalidad, con nuestro cuerpo o nuestra mente, y con los diversos papeles
que jugamos a lo largo de la vida. Gracias a esa visión comenzamos a experimentar
nuestro verdadero ser espiritual e indestructible, creado a imagen y semejanza
del mismo Dios; comenzamos a experimentar nuestra unicidad.
La
sede de mi consciencia está en lo más profundo de mí mismo, donde me siento ser
yo mismo, y donde me siento uno con mi Creador. Bien puedo decirle con san
Agustín: “Eres más íntimo a mí que mi más íntimo yo”. Lo que equivale a decir:
eres más yo que yo mismo, pues todo lo que yo soy lo estoy recibiendo de ti en
este mismo momento. Y sólo lo que de tu amor eterno recibo es real y
perdurable, a diferencia de las producciones de mi fantasía o de mi ego. Cielo
y tierra, como ahora los conocemos, pasarán; yo en cuanto de Dios dependo, soy
un ser perdurable, inmortal.
“Estad
preparados, y tened vuestras lámparas encendidas”, dice Jesús (Lc 12,35).
Conforme se expande la consciencia uno se encuentra con nuevas sorpresas y
maravillas; uno entra en lo eternamente nuevo y conoce el significado de la
verdadera libertad. “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios” (Rm 8,14). El Espíritu enseña a vivir y actuar por encima de la
razón, según la intuición e inspiración que procede de él. El resultado es una
creciente unidad y armonía interior, junto con una paz profunda, la verdadera
paz de Cristo (Jn 14,27) y el gozo del Espíritu Santo (Rm 14,17), y una
gratitud inmensa al Padre. En esa unidad interior radica la llamada a cooperar
conscientemente en la obra de Dios, trabajando eficazmente por la venida del
reino.
“El
reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que, con sus lámparas en la
mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias y cinco
sensatas. Las necias no llevaron provisión de aceite, las sensatas llevaron
aceite en las alcuzas… Al final, las sensatas acompañaron al novio al banquete
de boda; y se cerró la puerta. Cuando llamaron las necias, el novio les dijo:
En verdad os digo que no os conozco” (Mt 25,13).
En
cada uno de nosotros conviven una virgen necia y una sabia. Virgen necia es la
imagen que, desde mi primera infancia, se ha ido formando en mi mente, con la
que inconscientemente me he identificado, y a la que me refiero cuando digo
“yo. Se trata de un yo fantasma. Virgen sabia soy yo cuando se despierta mi
consciencia. Desde entonces gozo de una luz interna inextinguible, que me hace
consciente del misterio de mi verdadero ser maravilloso e inmortal creado por
Dios a su imagen y semejanza, llamado a de ser uno con él, y uno con todos sus
hijos.
Cuando
suena la voz: “que llega el esposo”, el yo auténtico, creado por Dios, entra en
el banquete de bodas del Cordero. El yo fantasma, no puede entrar, pues
no ha sido creado por Dios, y no pasa de ser una sombra, que se desvanece
ante la luz de la eternidad.