EL AMOR PERFECTO ECHA FUERA EL TEMOR

El amor perfecto es puro, inagotable, invencible y lo abarca todo. Tal amor no puede sentirse en peligro; ni siquiera puede sentirse ofendido o agredido. En un ser lleno de ese amor, no hay cabida para el temor, ni para el pecado, ni para la culpabilidad. Quien está así lleno de amor, ve a los demás como se ve a sí mismo.

¿Y qué es el amor perfecto, dónde se encuentra? Miremos a Dios Padre Madre que nos creó, que nos sostiene y alimenta hasta llegar a ser como él, amor sin límites, sin mezcla.

“Dios es amor. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados” (1Jn 4,8.10).

Jesucristo es la encarnación de Dios Amor. “En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él” (1 Jn 4,9). No sólo para que vivamos por él; también para que vivamos como él. Además de ser nuestro Salvador, Jesús es nuestro Maestro y Modelo. Para poder entrar en el mundo del amor perfecto, y vivir como Jesús, libres de todo temor, tenemos que empezar por pensar como él, o mejor pensar con su mente. Cristo Jesús se hizo hombre en todo como nosotros menos en el pecado. Eso significa que en Jesús no cabe la idea de separación, propia del pecado original. El Hijo de Dios encarnado se ve uno con Dios, uno con todos los humanos, uno con toda la creación.

La clave del misterio
Aquí está la clave para comprender algo del misterio de Cristo. Sabiéndose uno con Dios y que Dios es amor, en Jesús no cabe el temor. Viéndose uno con todos los humanos, Jesús no ve pecadores, enemigos, traidores, fugitivos, cobardes que le abandonan... Ve hijos de Dios y hermanos suyos de carne y sangre; todos ellos necesitados de redención. Ante el rechazo de unos, ante la agresión y las ofensas de otros, Jesús manso y humilde de corazón (Mt 11,29), sólo siente compasión; pero no se da por ofendido, ni se siente amenazado o agredido. Al final, de buen grado se carga con los pecados de todos, sabiendo este es el plan del Padre para redimirlos (Jn 1,29).

Ciertamente su obediencia le costó muy cara. Pasó su agonía luchando con sus sentimientos humanos: sintió el ataque del miedo, la tristeza y el terror. Seguramente sintió la tentación a percibir lo que estaba sucediendo como un ataque a su persona, como rechazo, como traición. La lucha le costó sangre, le costó la vida. Pero venció la tentación, y vive para siempre uno con Dios, uno con nosotros. En eso se basa nuestra salvación eterna.

Los humanos que rechazaron a Jesús, que lo acusaron, traicionaron, condenaron o abandonaron... ciertamente pecaron. Como hoy seguimos pecando. Pero Jesús percibe el pecado como lo ve su Padre Dios: un error consecuencia a veces de la debilidad, y las más veces de una programación mental errada, que busca la felicidad y la libertad donde no están. ¡Engaños del ego! Por consiguiente, ante las cobardes o perversas acciones de los suyos no puede reaccionar ni con ira, ni con enojo, ni con venganza, ni con castigo o contraataque. Responde con amor: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

La misión encomendada por el Padre a Jesús es establecer en la tierra el reino de los cielos; enseñarnos a vivir en una relación con Dios y los unos con los otros semejante a la que existe en el cielo. Nos lo enseña ante todo con su ejemplo. Dos de nuestros grandes problemas para la convivencia son el miedo y la ira. Demos gracias a Dios porque al menos hemos descubierto que nuestros problemas no están en otros, sino en nosotros. Y la solución está en nosotros, aunque no es de nosotros. Contemplando la increíblemente serena actitud de Cristo en medio de los mayores tormentos de su pasión, podremos ver con claridad el camino que lleva a la superación y salvación.

El Espíritu nos capacita para aprender de las experiencias de Cristo, ya que el Espíritu es el mismo en todos, y nosotros somos uno con Cristo. A la luz de esas experiencias, el Espíritu nos enseña a salir del mundo fantasma que habíamos fabricado nosotros, y a entrar en el mundo real creado por Dios, donde todos somos uno, donde sólo cabe el amor.

Tres pasos
Nuestra mente, guiada por sus propias luces y controlada por el ego, interpreta ciertas acciones como una ofensa personal, una amenaza, una agresión. De ese modo creemos tener una justificación para el miedo y la fuga, o para la ira y el ataque.

En realidad vivimos en dos mundos. En el mundo perceptible a los sentidos y a la mente ciertamente existen la separación, la distancia, los enfrentamientos, los choques y conflictos. Por tanto, existen el miedo y la fuga, la ira, el resentimiento y el contraataque.

En el mundo de Dios, el mundo del misterio y del amor, el mundo de las realidades permanentes nada de eso es conocido. En este mundo sólo es posible entrar sometiéndose plenamente a la acción del Espíritu de Dios, para pensar, sentir y responder como Cristo.

El primer paso para entrar en ese mundo y seguir el ejemplo de Cristo es pedir a Dios nos dé una visión nueva de la realidad; dejar que el Espíritu Santo consagre nuestra mente, borrando viejos programas y grabando lo nuevo, lo que está en la mente de Cristo.

“Jesús manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), que andas siempre en verdad, haz que yo perciba a todos como tú, como hijos del Padre infinitamente amados, como hermanos dignos de todo amor.

Un segundo paso es cooperar con el Espíritu para desterrar de nuestra vida la idea de separación. Nuestro ego con su voz chillona nos asegura que somos seres de carne, frágiles y separados; y por tanto amenazados. El Espíritu Santo, con su voz dulce y suave nos asegura que ni estamos ni podemos estar separados. Nos hace ver que Dios nos ha creado como seres espirituales e inmortales. Nada ni nadie pueden hacernos daño o destruirnos. Pues nadie puede destruir una creación de Dios. “¿Qué más podremos decir? Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?” (Rm 8,31).

Los golpes de la vida irán destruyendo la imagen del yo fantasma fabricada por nuestra inquieta mente, con la que nos habíamos identificado. Eso es ganancia para nosotros; así quedaremos libres del engaño, con el que hemos vivido demasiado tiempo. Pueden destruir el cuerpo físico, lo cual pondrá fin a nuestra peregrinación sobre la tierra. Pero seguiremos más plenamente vivos y libres que ahora.

Un tercer paso para seguir el ejemplo de Cristo es cooperar con el Espíritu para corregir nuestra percepción del entorno: para no sentirnos nunca agredidos, y por tanto necesitados de defendernos o protegernos; para no sentirnos nunca ofendidos, lo que daría lugar al enfado o a la ira.

Renuncia al ataque
Finalmente pedir al Espíritu que nos veamos siempre arropados en el amor de Dios eterno y fiel. De modo que podamos lanzar el reto: “Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,39).

La seguridad plena se encuentra en la completa renuncia al ataque. El enfado, el insulto, la ira siempre implican la percepción de que estamos separados, y de que alguien o algo nos atacan; por eso nos sentimos justificados para contraatacar. Detrás de todo ataque hay miedo. El amor echa fuera el temor, porque el amor no puede percibir a un hermano, ni a una criatura de Dios como enemigo.

Dios es amor. El Hijo de Dios vino a enseñarnos una lección: amar con el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu de Dios (Rm 5,5). Para nosotros la única manera de aprender esta lección es practicándola y enseñándola.

San Juan de la Cruz: “La salud del alma es el amor de Dios, y así, cuando no tiene cumplido amor, no tiene cumplida salud... Cuando tiene algún grado de amor de Dios, está viva, pero muy debilitada y enferma por el poco amor que tiene; pero cuanto más amor se le fuere aumentando, más salud tendrá, y cuando tuviere perfecto amor, será su salud cumplida” (Cántico 11,11). El amor perfecto solo cabe en un corazón desinteresado, que se olvida de sí mismo. Solo busca el agrado de Dios y el bien de sus hijos. Esta es la ciencia en que se gradúan todos los santos. * Ef 3,14-21

OREMOS: Maestro amado, manso y humilde de corazón, haz que yo pueda ver tu dulzura y mansedumbre en muchas personas, para que, a su vez, llegue a percibir mi propia mente como totalmente inofensiva y benévola. Que libre de miedo y de toda ira, nunca más sienta la necesidad de protegerme. Me basta con la protección de mi Padre. Como tú, quiero enseñar

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