Un amigo mío trabajaba en una
farmacia mientras estudiaba en la Universidad de Texas.
Su trabajo consistía en hacer
entregas en algunos hogares de ancianos en la zona de Austin.
Una tarea adicional era un breve
viaje a una puerta vecina.
Cada cuatro días se echaba al hombro
una gran botella de agua y la llevaba más o menos cincuenta pasos a un edificio
detrás de la farmacia. El cliente era una anciana de unos setenta años que
vivía sola en una habitación oscura, con escasos muebles y falta de aseo.
Del
cielo raso colgaba una bombilla. El empapelado estaba manchado y roto. Las cortinas
cerradas, y la habitación se veía lúgubre. Steve dejaba el agua, recibía el
pago, daba gracias a la señora y salía. Con el transcurso del tiempo comenzó a
sentirse extrañado por esa compra. Supo que la mujer no tenía otra fuente de
agua. Dependía de su entrega para lavar, bañarse y beber durante cuatro días.
Extraña elección. El agua municipal era más barata. La ciudad le hubiera
facturado de doce a quince dólares mensuales; sin embargo, su pedido en la
farmacia alcanzaba cincuenta dólares al mes. ¿Por qué no eligió el aprovisionamiento
más barato?
La respuesta estaba en el sistema de
entrega. Sí, el agua municipal costaba menos. Pero la ciudad enviaba solamente
el agua; no enviaba una persona. Ella prefería pagar más y ver un ser humano
que pagar menos y no ver a nadie.
¿Cómo puede alguien estar tan solo?
Parece que David también. Algunos de
sus salmos tienen el sentimiento de una encina solitaria en una pradera
invernal.
Escribió:
Mírame, y ten misericordia de mí, Porque
estoy solo y afligido (Salmo 25.16). Me he consumido a fuerza de gemir; Todas
las noches inundo de llanto mi lecho.
Riego
mi cama con mis lágrimas. Mis ojos están gastados de sufrir; se han envejecido (Salmo
6.6–7).
David
sabía lo que es sentirse solo… traicionado. Cuando ellos enfermaron, me vestí
de cilicio; Afligí con ayuno mi alma, Y mi oración se volvía a mi seno. Como
por mi compañero, como por mi hermano andaba; Como el que trae luto por madre,
enlutado me humillaba.
Pero
ellos se alegraron en mi adversidad, y se juntaron;
Se juntaron contra mí gentes
despreciables, y yo no lo entendía; Me despedazaban sin descanso; Como
lisonjeros, escarnecedores y truhanes, Crujieron contra mí sus dientes. Señor,
¿hasta cuándo verás esto? (Salmo 35.13–17).
David sabía lo que era sentir la
soledad.
La conoció en su familia. Era uno de
los ocho hijos de Isaí. Pero cuando Samuel pidió ver a los hijos de Isaí, nadie
tomó en cuenta a David. El profeta contó y preguntó si había otro hijo en alguna
parte. Isaí reaccionó como alguien que olvida las llaves. «Queda aún el menor,
que apacienta las ovejas» (1 Samuel 16.11).
La expresión que usó Isaí, «el
menor», no era un cumplido. Lo que dijo literalmente era: «También tengo otro,
pero es un mocoso». Algunos de ustedes fueron el mequetrefe de la familia. Al
mequetrefe hay que aguantarlo y no perderlo de vista. Ese día pasaron por alto
al muchacho. ¿Cómo se sentiría usted si en una reunión de la familia no
estuviera incluido su nombre?
Las cosas no mejoraron cuando cambió
de familia.
Su inclusión en la familia real fue
idea del rey Saúl. Su exclusión fue idea de Saúl también. Si no se agacha,
David habría quedado clavado a la pared por la espada del celoso rey. Pero
David eludió el golpe, y corrió. Durante diez años huyó. Se refugió en el
desierto.
Dormía
en cuevas, sobrevivía como los animales salvajes. Lo odiaban y perseguían como
a un chacal.
Para David la soledad no era una
experiencia ajena.
Para usted tampoco. Ahora usted
habrá aprendido que no tiene que estar solo para sentir la soledad. Hace dos
mil años, la población de la tierra era de 250 millones de personas.
Ahora
hay más de 5 mil millones. Si la soledad se curara con la presencia de personas,
habría menos soledad en la actualidad. Pero la soledad permanece.
Muy al principio de mi ministerio
dije en la oración del culto matinal: «Gracias, Señor, por todos nuestros
amigos. Tenemos tantos, que no podemos dedicar tiempo a todos ellos».
Terminado
el culto, un exitoso hombre de negocios me corrigió: «Quizás usted tenga más amigos
que los que puede ver. No es mi caso. Yo no tengo ni siquiera un amigo». Una persona
puede estar rodeada de una iglesia y todavía sentirse solo.
La soledad no es la ausencia de
rostros. Es la ausencia de intimidad. La soledad no proviene de estar solo;
proviene de sentirse solo. Sentir como si usted estuviera enfrentando la muerte
solo, enfrentando la enfermedad solo, enfrentando el futuro solo.
Sea que ocurra en su cama durante la
noche o mientras se dirige al hospital, en el silencio de una casa vacía o en
medio de un bar muy concurrido, la soledad se presenta cuando uno piensa: Me
siento tan solo. ¿Le importa a alguien?
Las bolsas de la soledad se
presentan en todas partes. Están diseminadas en los pisos de los internados
estudiantiles y en los clubes. Las arrastramos hasta las fiestas y generalmente
las llevamos de regreso. Las encontrará junto al escritorio del agotado trabajador,
junto a la mesa del comilón, y en la mesa de noche del que encuentra compañía
por una noche solamente. Probamos cualquier cosa para tratar de dejar nuestra
soledad. Esta es una bolsa que queremos dejar muy pronto.
Pero, ¿deberíamos hacerlo?
¿Debemos estar prontos a desecharla?
En vez de apartarnos de la soledad,
¿Qué tal si nos volvemos hacia ella?
¿Podría ser que la soledad fuera no
una maldición sino un regalo?
¿Un regalo de Dios?
Un momentito, Max. No puede ser. La
soledad agobia mi corazón. La soledad me deja vacío y deprimido. La soledad es
cualquier cosa, menos un regalo.
Quizás tenga razón, pero sígame por
un momento. Me pregunto si la soledad no será la forma de Dios de llamar
nuestra atención.
Esto es lo que quiero decir. Suponga
que pide prestado el auto a un amigo. La radio no funciona, pero sí el aparato
de discos compactos. Usted revisa la colección en busca de su estilo de música,
digamos, música del campo. Pero no encuentra nada. Él tiene sólo el estilo que
a él le agrada: música clásica.
Es un viaje largo. Y usted puede
conversar consigo mismo sólo por un rato. Entonces al fin toma un disco
compacto. Le gustaría guitarra, pero sólo encuentra tenores. Al principio es
tolerable. Luego saturan el aire. Pero finalmente puede disfrutar de ello. Su
corazón capta el ritmo de los timbales, en su cabeza vibran los cellos, y aun
se sorprende intentando un concierto italiano. «Esto no está tan malo».
Ahora, permítame preguntarle.
¿Habría descubierto esto por sí mismo? No. ¿Qué lo llevó a ello? ¿Qué hizo que
usted escuchara música que nunca antes le había interesado? Sencillo. No le
quedaba otra opción. No tenía otro lugar donde ir. Finalmente, cuando el silencio
era tan imponente, usted decidió escuchar una canción que nunca había
escuchado. ¡Cuánto desea Dios que usted escuche su música!
Tiene un ritmo que correrá por su
corazón y una lírica que le conmoverá hasta las lágrimas. ¿Quiere un viaje
hasta las estrellas? Él le puede llevar hasta allá. ¿Quiere acostarse en paz?
Su música puede apaciguar su alma.
Pero primero, tiene que librarse de
esa música campesina. (Perdón. Es sólo un ejemplo).
Así es que comienza a revisar los
discos compactos. Un amigo se va. El trabajo se pone malo. Su esposa no lo
entiende. La iglesia es aburrida. Una por una va quitando las opciones hasta
que lo único que le queda es Dios.
¿Haría Dios eso? Claro que sí. «El
Señor al que ama, disciplina» (Hebreos 12.6). Si es necesario silenciar todas
las voces, Dios lo hará. Quiere que usted oiga su música. Quiere que usted
descubra lo que descubrió David y sea capaz de decir lo que David dijo: «Tú
estarás conmigo».
Sí, Señor, tú estás en los cielos.
Sí, tú gobiernas el universo. Sí, te sientas por sobre las estrellas y haces tu
hogar en lo profundo. Pero sí, sí, sí, tú estarás conmigo.
El Señor está conmigo. El Creador
está conmigo. Jehová está conmigo. Moisés lo proclamó: « ¿Qué nación grande hay
que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios en todo
cuanto le pedimos?» (Deuteronomio 4.7).
Pablo
lo anunció: «No está lejos de cada uno de nosotros» (Hechos 17.27). Y David lo
descubrió: «Tú estás conmigo».
En algún lugar en la pradera, en el
desierto o en el palacio, David descubrió que Dios hablaba en serio cuando
dijo:
«No te dejaré» (Génesis 28.15).
«No dejaré a mi pueblo» (1 Reyes
6.13).
«No abandonará Jehová a su pueblo» (Salmo
94.14).
«Jehová tu Dios… no te dejará, ni te
desamparará» (Deuteronomio 31.6).
El descubrimiento de David es el
mensaje de la Biblia: Jehová está con nosotros. Y, puesto que el Señor está
cerca, todo es diferente. ¡Todo!
Puede enfrentar la muerte, pero no
está solo al enfrentarla; el Señor está con usted.
Puede enfrentar el desempleo, pero
no está solo al enfrentarlo; el Señor está con usted.
Puede enfrentar graves luchas
matrimoniales, pero no está solo al enfrentarlas; el Señor está con usted.
Puede enfrentar deudas, pero no está solo al enfrentarlas; el Señor está con
usted. Subraye estas palabras: No está solo.
La familia se le puede volver en
contra, pero Dios no. Sus amigos lo pueden traicionar, pero Dios no. Puede
sentirse solo en el desierto, pero no está solo. Él está a su lado. Y dado que
Él está, todo es diferente. Usted es diferente.
Dios cambia la situación. Usted pasa
de ser un solitario a ser amado.
Cuando uno sabe que Dios lo ama, no
se va a desesperar porque no tiene el amor de otros.
Ya no será un hambriento comprador
que entra al mercado. ¿Ha ido alguna vez a comprar al mercado con el estomago
vacío? Compra todo lo que no necesita. No importa si es bueno para usted. Sólo
quiere llenarse la barriga. Cuando usted está solo, hace lo mismo en la vida, y
saca cosas de la estantería, no porque las necesite, sino porque tiene hambre
de amor.
¿Por qué lo hacemos? Porque estamos
solos para enfrentar la vida. Por temor de no caer bien, tomamos drogas. Por
temor de no destacarnos, usamos cierta clase de ropa. Por temor de parecer poca
cosa, nos endeudamos y compramos una casa. Por temor de pasar inadvertidos, nos
vestimos para seducir o para impresionar. Por temor de dormir solos, dormimos
con cualquiera. Por temor de no ser amados, buscamos amor en lugares malos.
Pero
todo eso cambia cuando descubrimos el perfecto amor de Dios. «El perfecto amor echa
fuera el temor» (1 Juan 4.18).
La soledad. ¿Podría ser la soledad
uno de los mejores dones de Dios? Si una temporada de soledad es la manera de Dios
de enseñarle a oír su canción, ¿no cree que valga la pena?