Cuando, de algún modo, hemos deducido que la
necesidad que sentimos de eternidad reclama, por así decirlo, la existencia de
Dios, quizá aparezca en nuestra mente una especie de prejuicio psicológico -muy
de moda- que nos puede llevar a lamentables equívocos. Podríamos enunciarlo
así: el hombre, verdaderamente, siente necesidad de Dios y de eternidad, pero
esto no significa que Dios realmente exista. Puede ser, incluso, que
precisamente porque necesitamos perpetuarnos y ser felices, hemos creado a Dios
con nuestra imaginación. Dios sería, así, como una proyección psicológica de
nuestros deseos íntimos: inventamos a Dios porque necesitamos el Paraíso.
Hoy, tras una serie de consistentes
investigaciones, está ampliamente reconocida como connatural al hombre su
tendencia hacia Dios. Ha sido constatado en experiencias clínicas, hasta el
punto de ser aceptado como principio indiscutible, que el pensamiento de Dios
-la fe religiosa, en general-, actúa como remedio poderoso frente a la
inseguridad vital, las frustraciones existenciales y la inexcusable presencia
de la muerte.
Un ejemplo: Jung el más eminente discípulo de Freud, y principal mentor de la Escuela Psicoanalítica de Zurich-, dice que «Dios es la necesidad más fuerte del hombre, el factor más poderoso y decisivo del alma individual; cuando falta aparece la angustia, que es el "mal du siecle". Más del sesenta por ciento de mis pacientes sufrían precisamente esa angustia que procede de la ausencia de Dios» .
Este porcentaje crece después de los 35 años de edad. Jung -que no era católico- estaba convencido de que en lo más profundo de toda neurosis hay un problema reli gioso. Este sustrato religioso se convirtió en el núcleo central de la psicoterapia de la Escuela de Zurich.Es muy reveladora la declaración que, en este sentido, hace el propio Jung: «Todo lo que he aprendido en la vida me ha llevado, paso a paso, a la certeza indudable de la existencia de Dios. (...) Sé que Dios existe».
De esta premisa, por tanto, se pasa en algunos medios a afirmar que fue la fragilidad o la ignorancia de los hombres y el temor de la nada lo que nos ha llevado a inventar con la imaginación la idea del Ser Supremo. Dios sería, de esta manera, un buen placebo psicológico, pero esto no nos permitiría aceptar el hecho de su existencia.No consigo entender cómo personas inteligentes y bie-nintencionadas se dejan sorprender -y hasta impresionar- por argumentaciones semejantes a la del principio del capítulo. No sé cómo no comprenden, a primera vista, el ridículo sofisma en que consisten. Porque nuestra conciencia más profunda no puede dejarse engañar así.
Sabemos que no se piensa en Dios por desear que exista (además, hay quien no desea su existencia y piensa en Él). Sabemos muy bien que no creamos a Dios con la imaginación por necesitar de Él como apoyo psicológico, como consuelo, sino que, por el contrario, pensamos en Él, necesitamos de Él precisamente porque existe. No existiría la sed si no existiera el agua. Fue Dios quien creó nuestro corazón inquieto, nuestra sed, porque sabía muy bien cómo saciarla. La inquietud busca la paz, como la flecha su blanco (cfr. Is 49, 2). Fue el divino arquero quien hizo que el alma se lanzara en pos de un objetivo bien definido: no será, pues, extraño, que esta lo busque con inquietud, que queme etapas por encontrarlo.
Es todo esto lo que sabemos por la conciencia. Esta comprende que la idea de Dios le vino antes de verse asaltada por inseguridades y miedos, que el pensamiento de Dios no aparece como un tropismo secundario o reflejo; sino que surge en la misma raíz del pensar y del querer, en la primera mirada que se dirige a las cosas externas, al mundo que nos circunda.
El sentido común se anticipa a cualquier teoría psicológica. Era este sentido común el que le hacía a Napoleón decir lo que dijo en la cubierta del barco que lo llevaba a África -según narra Ludwig en su biografia-. Mientras los sabios franceses, racionalistas empecinados, discutían a su lado las teorías que pudiesen explicar un universo sin Dios, Napoleón intervino:
-«Señores, miren hacia arriba». Y señalaba el
maravilloso cielo estrellado. «Pueden decir lo que quieran, señores, pero,
¿quién hizo todo eso?».El silencio que se siguió a estas palabras no fue
motivado, ciertamente, por el respeto al Emperador: era la conciencia de la
verdad la que aconsejaba que callasen.
¿Quién no ha oído alguna vez esa voz del sentido co-mún que nos habla delante de la inmensidad que brilla en la noche? ¿Quién no ha sentido todavía esa súbita emo ción en el pecho ante el mar abierto, o en una dorada pla-nicie, o ante una manifestación de la ternura humana? El pensamiento de Dios no nos viene solo de la intimi-dad del ser humano; también nos viene de las alturas del universo.
«¡Mira hacia arriba! ¡Mira hacia dentro!». Colocándome como espectador desapasionado y objetivo frente al universo, comprendo que todo eso -millones de seres perdidos en distancias astronómicas, con su particular belleza y perfección funcional- no me ha pedido a mí permiso para existir. Tiene su propio orden, su peculiar naturaleza. ¿Qué tiene que ver esto con mis laberintos psicológicos? ¿Qué tiene que ver el trabajo metódico, exacto y no aprendido de una abeja con mis problemas anímicos y mis temores?
Ante la conciencia de las personas normales, Dios no se presenta como un simple recurso para su ignorancia, como un subproducto de la inteligencia, como un apéndice terminal de su seguridad, válvula de escape de sus miedos o calmante para su dolor. Se presenta como algo que le viene de su propio contacto con la vida, con la realidad. Percibe a Dios por detrás de esas cosas, como su causa. Si se le dice que no es necesario encontrar una razón de la existencia de las cosas -una causa que explique los efectos-, comprende que toda lógica falla, que ya no puede pensar con coherencia, que ya no sabe nada.
Una hipótesis: la evolución
Algunos espíritus simples se conturban cuando se
les dice que ese modo de pensar en la causa, a la vista del orden armonioso de
los efectos, esa casi intuición natural de Dios como movimiento natural de la
razón cercano a lo espontáneo, no resiste a la confrontación de los más
profundos descubrimientos científicos; que la Ciencia ya ha explicado la razón
de ser de las cosas a través de la evolución de la materia en vida, y de la
vida elemental en otras formas superiores más complejas; que la Religión
ocupaba antiguamente el lugar que hoy ocupa la Ciencia, porque los fenómenos
antes atribuidos a Dios -la ira divina metamorfoseada en relámpago- hoy por hoy
se ex-plican por la Ciencia como fenómenos naturales. Y que aquello que sucedió
con el relámpago -en un proceso de avance científico ilimitado-, sucederá con
todo: Dios será definitivamente desalojado por la Ciencia.
No ha hablado así ningún científico; nunca. Quien
piensa así no ama la Ciencia, ni ama a Dios: o no sabe nada de Ciencia, o no
sabe nada de Dios. O hace ficción científica. O no pasa de ser un charlatán. Un
científico -uno de los muchos que han pensado de manera semejante-, Albert
Einstein, se explica con claridad en lo que compete a este problema: «El
científico se ve asaltado por el sentido de la causalidad universal. Su sentido
religioso adopta la forma de admiración extática ante la armonía de las leyes
de la naturaleza, revelándole una Inteligencia tan elevada que, al compararse
con ella, todo pensamiento y acción de los hombres parece un insignificante
reflejo».
Por mucho que se prolonguen los eslabones de la cadena evolutiva (incluso los más simples estratos de la materia, la energía en estado puro), jamás podremos explicar la existencia de la propia materia, o de la energía, y el carácter ordenado e inteligente de esa evolución si no afirmamos la existencia de un Ser Superior. El problema metafísico -por más que se quiera alejarlo, colocándolo en lo remoto, en los orígenes del tiempo-, permanece siempre presente: no se puede suprimir el principio fundamental de la causalidad, interponiendo de modo indefinido una secuencia infinita de eslabones, porque este recurso no explicaría la existencia de toda la cadena en su conjunto. Y, de manera especial, no se explicaría el porqué de toda esa realidad sorprendente que nos invade con su belleza y nos admira por su perfección. La evolución, en todo caso, manifiesta el cómo, nunca el porqué.
Imaginemos a una persona que, sin poder ver al artista, viese al pincel pintando formas y colores sobre la tela. Supongamos también que nos dijese que ya sabe por qué fue pintado ese cuadro: porque observó atentamente todas las mezclas de la pintura, porque fijó su atención en el contorno de los perfiles y las expresiones... ¿No nos parecería sin sentido esa afirmación? Podríamos responderle: apenas has visto la morfología del cuadro, la forma externa de su realización, cómo se ha producido, pero no puedes explicar la causa, el porqué de esa armonía de colores, de esa magnífica perspectiva, de esa expresión conmovedora. Por mucho que se prolongue el mango del pincel -hasta perderse en las nubes, si se quiere-, no se ha de encontrar la razón de ser de la obra mientras no encon-tremos al artista y no analicemos la génesis del proyecto y su evolución en los sentimientos del pintor y en sus ideas estéticas.
Igual afirmación se podría hacer en cuanto al universo respecto a Dios. Por ello, según el físico Poincaré, «no podemos rechazar el principio de causalidad sin con ello declarar imposible cualquier ciencia». Un cuerpo en reposo no se mueve sin un impulso; una reacción no se efectúa sin los elementos y las energías necesarias... Todas nuestras decisiones cotidianas y todos los conocimientos científicos se basan en la necesidad de explicar determinados efectos por determinadas causas; con mayor razón esa necesidad se torna angustiosa cuando lo que se quiere elucidar es el origen del universo considerado como un todo. No resuelve, pues, el problema multiplicar indefinidamente las causas sin querer llegar a una causa primera, tal y como quiere el evolucionismo materialista.
Otra hipótesis: el azar
Tampoco resuelve el problema esconderse en el azar,
que es una fórmula fácil para disimular cualquier laguna en nuestro
conocimiento: la repetición ilimitada de lances daría como resultado, por
probabilidad, por azar, el resultado del cosmos. Pero aquí también el sentido
común -la lógica- protesta. Por más que se repitan mecánicamente las mezclas y
las superposiciones de partículas de color, ¿puede alguien imaginar la
probabilidad de conseguir al final el resultado pictórico de Las Meninas o de
La última Cena sin la intervención de un Velázquez o de un Leonardo da Vinci?
¿No
habrá algo inteligente, genial, que escapa al orden ciego de la probabilidad? ¿Y no se podrá decir lo mismo, y con mayor fundamento, respecto a esa inmensa obra de arte que es la creación: que no se entiende sin la existencia del Creador?
Algunos se dejan impresionar por la cuestión temporal: todo es posible en una sucesión casi infinita de años. No advierten, sin embargo, que con tal proposición se permite un salto ilógico del orden cuantitativo al cualitativo. ¿Qué importa que se tardaran tres o veinte aòos para pintar la Capilla Sixtina? Lo realmente importante es la obra hecha, independientemente del tiempo. Lo admirable es la imponente concepción de Miguel Ángel.
La cualidad de lo inteligente huye del azar, de la repetición puramente cuantitativa de oportunidades irracionales. ¿Qué importa que el universo haya sido creado en un instante o se haya creado en constante evolución durante miles de millones de años? Esta cuestión es puramente cuantitativa; no es relevante. Lo que de verdad es significativo es que no se puede explicar la armoniosa genialidad del universo sin la concepción de un genio; lo inteligente siempre es sorprendente, y no se puede reducir al azar.
Si volviésemos y revolviésemos las letras del abecedario en moldes de imprenta, en una casi infinita sucesión de tentativas, ¿se iba alguna vez a conseguir que estas letras se volviesen algo nuevo y original semejante a la Divina Comedia del Dante? ¿No será esto no ya improbable, sino imposible? Porque la ley de la probabilidad jamás puede secundar las variables del movimiento libre de la inspiración. ¿No podríamos, pues, verificar igualmente la imposibilidad de que los elementos químicos –mucho más complejos que las letras-, vengan a producir, por un azar inconsciente y mecánico, la íntima perfección y belleza del cosmos, que supera a cualquier obra poética?
Pero no nos quedemos solo en las suposiciones; vayamos a la realidad de los hechos. Consideremos los resultados que la Ciencia moderna y el trabajo de algunos investigadores han conseguido: por ejemplo Francis Crik, Premio Nobel de Biología y Medicina: «La proteína es el elemento básico de todos los organismos vivos. Para hacer fáciles los cálculos, admitamos que una molécula de proteína tenga 2.000 átomos, solo de dos especies, con peso molecular 20.000 y 0'9 de asimetría -y la realidad es mucho más compleja-. La probabilidad de que se forme por azar una molécula de proteína sería de 2,02 x 10 elevado a -321; esto es, un número decimal con 320 ceros después de la coma (0,000 ... 202). Suponiéndose un total de 500 trillones de lances por segundo en un volumen de materia igual al de la esfera terrestre, el tiempo necesario para obtener una molécula de proteína, según el cálculo de probabilidades, sería de 10 elevado a 243 miles de millones de años. Sin embargo, la edad de la tierra desde su enfriamiento, no pasa de los 2 x 10 elevado a 9 aòos, o sea, solo dos mil millones de años».
«Admitamos, por tanto, que la molécula de proteína fue la que en primer lugar se formó por azar, sin esperar tantos millones de siglos. Aceptemos también incluso que esta combinación se realizó por dos veces consecutivas.
Creer, por consiguiente, que se haya dado otra vez, equivale a creer en un milagro. Más aún: admitir que en un tiempo extremadamente corto el mismo fenómeno se haya dado tantos miles de millones de veces equivale a negar la aplicación del cálculo de probabilidades a ese problema».«Es necesario también observar que para formar una célula viva son necesarias miles de moléculas. En un ser vivo hay millones de células; y la paleontología nos enseña que en un período de tiempo muy corto aparecieron sobre la tierra miles de millones de seres vivos. Es, según vemos, imposible apelar al cálculo de probabilidades con el fin de explicar por el puro azar la existencia de la vida sobre la tierra».
Estas consideraciones hechas genéricamente adquieren dimensiones fantásticas si pensamos, por ejemplo, en la perfección de cada organismo humano. Nos llevaría muy lejos hacer una somera exposición respecto a esta materia. Tengamos apenas en cuenta que el cerebro consta de entre 500 y 1.000 millones de células que -como minúsculas pilas eléctricas y aparatos telegrá-ficos- transmiten órdenes al cuerpo entero...; que el corazón es como una bomba cuyo émbolo reproduce su movimiento unas 100.000 veces al día haciendo circular 25 mil millones de glóbulos rojos que alimentan los 800 mil millones de células que componen el cuerpo humano...; piénsese en la perfección del ojo, el más extraordinario aparato de televisión, que transmite al cerebro las foto-grafías captadas por medio de un sistema óptico inigualable, que graba en la retina, formada por un millón de fibras, diez clichés diferentes por segundo, capaces de ser almacenadas en lo que conocemos por memoria sensitiva. Ahora imaginemos la existencia de miles de millones de seres humanos... y todo surgió... ¡por azar! ¿Cómo es posible que a principios del tercer milenio haya gente capaz de sustentar algo tan grotesco, especialmente si se hace en nombre de la Ciencia?
Los científicos brasileños Walter González, consultor de la NASA, y Antonio Formaggio, vicecoordinador de la División de Percepción Remota del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales, se refieren así a la armónica relación entre Ciencia y Religión:
«Estudios contemporáneos de cosmología y de física
cuántica presentan pruebas de que existe un plan y un propósito bien definidos
en el Universo, desde su origen hasta la aparición del
hombre. Este plan, denominado "Principio Antrópico" ya ha sido tema de tesis de doctorado en universidades norteamericanas como Berkeley Harvard y Cornell, en los departamentos de Filosofía de la Ciencia».
«En un reciente debate organizado en el Museo de Ciencias Naturales de Washington, con la participación de más de 400 científicos de diversos países, los mundial mente prestigiosos Steve Weinberg (Premio Nobel de Física) y John Polkingorne (Profesor de Física y Decano de la Universidad de Cambridge) mostraron la importancia cada vez mayor en la ciencia de hoy del "Principio Antrópico" y, en un plano más general, de la relación entre Ciencia y Religión».
«Actualmente, diversos científicos de renombre mundial creen en un Dios personal y presentan la fe como una "forma de conocimiento" aún poco comprendida por el hombre, pero más abarcadora que el conocimiento racional, conforme cuenta el libro Dios y la Ciencia del famoso filó-sofo Jean Guitton y de los físicos Igor y Grichka Bogdanov». «Es bueno recordar que científicos de la talla del astrónomo A. Sandage y del Premio Nobel de Física C. Townes, así como varios otros, se unen en su fe religiosa a científicos de otros tiempos, como pueden ser Newton, Ampere, Gauss, Joule, Kelvin, Edison, Marconi, Fleming, Pasteur, Planck, Einstein y muchos otros más».
«Finalmente, es oportuno traer a colación el pensamiento de Jean Guitton, uno de los grandes filósofos de nuestros días: "Poca ciencia aparta de Dios, mientras que mucha ciencia acerca a Dios"»,Precisamente Einstein, que ganó el título de Hombre del Siglo XX, el mayor científico de nuestra época, se indigan, ante aquellos que se empeñan en volver incompatibles Ciencia y Fe: «El hombre que establece los principios de determinada teoría, supone en el mundo un orden de grado elevado. Esta convicción se confirma más y más con el desarrollo de nuestros conocimientos. Aquí está el punto débil de los positivistas y ateos profesionales que se sienten felices porque tienen conciencia no solo de tener, y muy exitosamente, el mundo privado de dioses, sino también de tenerlo despojado de milagros».Ante la imposibilidad de explicar la existencia del universo por puro azar, Voltaire, no sin sarcasmo, decía: «Llenen un saco de polvo, y échenlo en un tonel: agiten luego con fuerza por mucho tiempo y verán salir de ahí dentro cuadros, violines, jarrones con flores y conejos»8. Víctor Hugo definía el azar como «un plato hecho por listillos para que lo coman bobos.
El problema en relación al hombre
Este conjunto de ideas, sin embargo, se nos
presenta aún más luminoso cuando lo referimos a la inteligencia humana. Si
situáramos a la vida ante nuestra visión crítica -tal como ponemos un objeto
que desconocemos bajo el microscopio- para analizarla a fondo, tal vez nos
sorprendiéramos pensando como cierto compañero mío de la facultad, que se
sentía angustiado porque acababa de tomar conciencia de que la vida no había
sido escogida por él, no sabía por qué estaba en la universidad ni qué iba a
ser de él después de la muerte.
Es verdad que la existencia racional nos ha sido impuesta. Nos fue dada como dádiva graciosa sin que pudiésemos hacer nada para aceptarla, rechazarla o poseerla. Es algo que nos ha sido dado, algo venido de fuera. Podríamos preguntar: ¿una oferta de las masas de basalto en su proceso de enfriamiento y solidificación? ¿Un regalo de las moléculas de hidrógeno sometidas a altas presiones? ¿Una consecuencia fortuita de choques eléctricos? ¿No son todas estas proposiciones absurdas: que lo caótico me traiga lo inteligente, que lo material me dé lo espiritual, que lo informe me otorgue una capacidad creadora susceptible de transformar la materia y la energía de la que provengo?
¿Cómo vamos a poder reducir al hombre a simple subproducto de unas rígidas leyes de evolución y de selección natural, cuando él mismo puede destruirse y cambiar el sentido de cualquier proceso evolutivo o cualquier tipo de esquema selectivo con el suicidio o la guerra atómica? Y reparemos bien en esto: puede hacerlo por una determinación libre, incondicionada, ya que parte de una inteligencia y de una voluntad que se abren a millares de opciones posibles, también sorprendentes e imprevisibles.
¿No nos parece que la mentalidad reduccionista, al afirmar que el hombre no es sino «un fenómeno de combustión u oxidación», además de rebajarnos, nos avillana, nos «homunculiza», nos fuerza a pensar que aquel que la sustenta, aunque se dé el título de sabio, no pasa de ser un engañabobos?
Ya hacia el fin de estos pensamientos; bien podemos concluir que la idea de Dios no aparece en nosotros como un punto de apoyo psicológico para superar mis temores o ignorancias y sí como la única explicación racional de la existencia de las cosas y de nosotros mismos. No es el miedo el que me hace abrazar la idea de Dios, como si fuera un niño perdido y asustado que se agarra en su imaginación a la figura ausente del padre. Al contrario, es la existencia de mi Padre y la resonancia de su
paternidad dentro de mí la que me provoca sentimientos y necesidades filiales. Dios no es una sombra proyectada por el pensamiento humano: ni existe porque le necesitemos ni deja de existir porque nos olvidemos de Él. Necesitamos a Dios justamente porque existe.
El espíritu religioso no se alimenta de cadáveres -el miedo a la muerte-, como los buitres. Por el contrario, precisamente porque la naturaleza humana fue hecha para la eternidad -¡para las alturas!-, no se resigna a volverse cadáver. Y el espíritu vuela para Dios como las águilas (Sal 102).