Pensaba
que mi vida no iba bien. Sentía que algo siempre me faltaba. Entonces hablé con
Dios.
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Me quejé de lo que me salió mal en el trabajo, pero no agradecí las manos que
tengo para trabajar y el hecho de poder tener un trabajo que sustenta mi vida.
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Me quejé de tener que soportar el ruido de mis hermanos, pero no agradecí el
hecho de tener una familia.
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Me quejé cuando no tenía lo que más me gustaba para comer, pero olvidé
agradecer el hecho de tener qué comer.
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Me quejé de mi salario, cuando millones ni siquiera tienen uno por estar
parados.
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Me quejé porque no apagaban la luz de mi cuarto al salir, pero no pensé en que
muchos no tienen hogar donde tener alguna luz encendida.
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Me quejé de no poder dormir un poquito más, olvidando a quienes darían todo por
tener su cuerpo sano para poder levantarse.
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Me quejé porque mi madre me reprendía, cuando millones desearían tenerla viva
para poder honrarla y abrazarla.
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Me quejé porque no tenía tiempo, cuando me solicitaron dar una charla sobre
Jesucristo, olvidando el privilegio que es poder hablar a otros de Su infinito
Amor.
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Me quejé porque mi tren llegó tarde. Olvidé que hay millones de personas que
han tenido que abandonar su casa y sus pertenencias, por sufrir persecución
religiosa o por huir de la guerra, que viajan en tren buscando refugiarse en
países más prósperos.
Dios
me iluminó en esa conversación y entonces comprendí mi egoísmo y lo ingrato que
he sido con Él. Fue cuando entonces comencé a agradecerle todas las cosas que
había olvidado, y aún más de aquellas por las que tanto me quejaba.
Recuerda
este proverbio: "Pobre del que, al final del día, no sepa qué agradecer ni
a Quien".
¡Que
Dios bendiga tu día! Y ya sabes... ¡no te quejes!
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